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El último día de la Tierra
Corría el año de 1979 y en la clase de Cosmografía de la Normal Superior el profe Luis Barrera explicaba el límite de Chandrasekhar, consistente en que el sol, de expandirse más allá de este, se convertiría en una enana blanca y por ende, al crecer, todos los planetas del sistema solar se derretirían. Un compañero asustado preguntó: – ¿Y cuándo será eso, maestro? –Varios millones de años más. – ¡Válgame! Ya me había usted asustado.
Ante la amenaza de un cruel destino lejano, existe hoy día una mayor: la que ha provocado el ser humano a través de la producción, consumo y conducta irrespetuosa ante la naturaleza.
Hace unos cuantos años usábamos tinacos de asbesto, cacerolas de teflón, por ejemplo, y nadie advertía el riesgo a la salud. Mi abuela Lupe Ramos contaba que de niña le daban azogue (mercurio) cuando estaba enferma del estómago y ¡santo remedio!; se cocinaba en vasijas de barro esmaltado a base de plomo y también se enseñaba en las escuelas que el agua era un recurso renovable.
Los años pasaron y los primeros avistamientos de los grupos ecologistas minoritarios, pero muy gritones, tuvieron eco en establecernos culturas de reciclaje, contención y cuidado al máximo del medio ambiente.
En los años setenta, con la creación de la EPA (Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos) se inauguró –aunque sin dientes– la necesidad de cuidar las emisiones a la atmósfera así como a las aguas y terrenos. Como comentario, en un principio la EPA no tenía un listado de sustancias contaminantes y su criterio era que las compañías deberían notificar cuando una de estas resultara peligrosa para la salud o el medio ambiente, entonces era prohibida (caso del PFOH de Dupont o teflón).
México tardó casi dos décadas en integrar una dependencia de gobierno para el cuidado del medio ambiente, eso sí, mediante legislación muy completa y con sanciones muy altas por su incumplimiento.
La cultura del reciclaje era parte de la economía familiar hasta los años ochenta, como los contenedores de agua y leche de vidrio, al igual que los de cervezas y refrescos. Al paso del chatarrero con su carro de mulas por la calle salía el altero de periódicos, cartones, alambres, llantas, resortes de colchón y cuanto producto de desecho que iba a parar de nuevo a las fábricas para su producción.
Hoy lo desechable es la moda: ropa, calzado, contenedores y miles de artículos tienen una vida corta, ya sea por su bajo costo o porque la tecnología oferta actualizaciones y cambios continuos, como sucede con los celulares y las computadoras.
Los residuos peligrosos de las compañías se consignan a un centro de recolección que no elimina los mismos, sino que los entierra. Continúan los monopolios en el uso de la energía, y si se quiere usar al sol o al aire para generar electricidad se debe pagar a la CFE de cualquier forma.
La barbarie llega al último nivel al pretender regresar al uso de combustóleo y carbón para la generación de energía, por ejemplo.
Y ahí está la Tierra, aguantando hasta que llegue a su límite de templanza y emita sus mensajes de respeto.
Cambios climáticos, aumento de mareas, sequía, terremotos, huracanes incontrolables, radiaciones letales, virus que surgen de los polvos, tras el afán destructivo del ser humano.
Panoramas y maravillas que jamás volverás a ver como: claros arroyos, aguajes y ríos; bosques espléndidos y húmedos, animales salvajes, playas y mares limpios, regiones más transparentes del aire; olvídalos, quedarán en la memoria a través de Netflix o Discovery Channel.
El lamento es grave, y de no hacer algo tendremos pocos días que festejar a la Tierra. La sentencia es: “A la Tierra le encantan nuestros pies, pero les tiene terror a nuestras manos”. ¿Y si empezaras por sembrar un árbol o comprar bebidas de vidrio?