El Trump por su boca muere

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El Trump por su boca muere

Aunque a veces no lo parezca, todo electorado (como toda sociedad) tiene un punto de quiebre. Así como hay un límite a los abusos gubernamentales, las barbaridades que un candidato puede hacer y decir en campaña pueden rebasar la prudencia hasta disminuir radicalmente sus posibilidades de triunfo. En el fondo, la confianza entre un aspirante a un puesto de elección popular y sus votantes potenciales es un asunto frágil. En esta época, en la que el escrutinio es constante e inmediato, una carrera política puede desaparecer en cuestión de minutos. Aún así, el espacio para cometer errores depende enteramente del humor del electorado. Es de esperarse, por ejemplo, que el candidato del PRI en el 2018 goce de un margen mínimo de maniobra. Por eso es importante, por ejemplo, el índice de aprobación del Presidente en funciones.

Durante 2016, en Estados Unidos, hemos visto un fenómeno curioso y revelador. Ha sido, en realidad, la historia de dos elecciones completamente distintas. Durante las primarias, la rabia de Donald Trump encontró tierra fértil en la disposición de los votantes del Partido Republicano. Trump pareció invulnerable porque los votantes republicanos, o al menos un segmento suficientemente grande del partido, se había declarado harto de la retórica política habitual. Es decir: en política electoral, el que se enoja pierde a menos de que el electorado quiera precisamente a un energúmeno con la astucia suficiente como para disfrazar el cinismo y la furia de autenticidad y sensibilidad populista. En el principio mismo de su campaña, aquellas primeras palabras de nativismo estridente, Trump tuvo la fortuna (de manera probablemente accidental, pero qué más da) de conectarse con temores y resentimientos poderosos entre los republicanos. Sin importar cuán repugnante nos parezca su retórica al resto de los mortales, la eficiencia populista y nativista de Trump le confirió un blindaje casi absoluto durante todo aquel primer proceso electoral. No se trata del burro que tocó la flauta sino de un político que encontró un electorado lo suficientemente indignado como para tener un muy alto umbral de tolerancia ante la incorrección política, el populismo económico más descarado y el nativismo más radical.

La historia ha sido distinta en la segunda parte de la campaña. Por supuesto, no es Trump el que ha cambiado. Su narcisismo resultó tener solo un registro y el candidato no hizo ni el menor esfuerzo por ampliar su rango de tono y discurso. Lo diferente es el electorado y su tolerancia a los desplantes de un candidato como Trump. Los votantes republicanos que favorecieron a Trump ven con desconfianza el papel del Gobierno en la vida pública, además de sentirse desplazados u olvidados por la economía moderna. Un sondeo reciente de Gallup reveló, por ejemplo, que uno de cada tres republicanos usaría la palabra “enojo” para describir su opinión sobre el Gobierno de su país (entre los demócratas el número es poco más de uno en diez). En cambio, el electorado estadounidense en su versión más amplia se ha mantenido relativamente optimista, haciéndolo impermeable a los encantos populistas de un hombre como Trump. No es casualidad, por ejemplo, que a Trump le haya costado tanto ganar el favor de votantes con mayor educación: el calibre de indignación ante una situación económica desfavorable es simplemente distinto que el registrado entre los votantes más desfavorecidos, los mismos que llevaron a Trump a la candidatura. El exaltado personaje que gustó tanto a los republicanos indignados ha resultado mucho menos efectivo con electores que ven la vida con menos pesadumbre.

Por eso, a pesar de que el segundo debate presidencial vio la mejor versión de Trump (no es decir mucho, claro), es improbable que el candidato republicano pueda levantarse de la lona donde lo ha puesta su propia boca. La grabación filtrada de una charla vulgar e indecente ocurrida en el 2005 parece ser el punto de quiebre para el electorado estadounidense. Durante el debate del domingo, Trump trató de descartar el escándalo, pero los costos ya son probablemente irreversibles. Por eso, aunque falta un mes para la elección, el callejón sin salida de Trump parece definitivo. Todo tiene un límite. Después de un año y medio de barbaridades, el límite llegó con la descripción de un abuso sexual sistemático. Aunque todo puede cambiar, lo más probable es que Hillary Clinton ganará la presidencia en noviembre. Aún así, la pregunta permanecerá: ¿qué hacemos con el 45 por ciento de los estadounidenses que, a pesar de todo, votarán por este hombre? Trump no es la enfermedad, es sólo el síntoma. La batalla grande está por venir.

@LeonKrauze