El trabajo es sagrado. No lo toques

Usted está aquí

El trabajo es sagrado. No lo toques

Raúl Garza Cabello, inolvidable amigo, me contó el cuento que ahora cuento aquí para fijarlo en letras de molde y en papel. 

Tiene sabor de pueblo, de cosa antañona llegada como de pretéritas voces muy pasadas. Es la historia del hombre más flojo que en este mundo ha sido, y según me lo dijo Raúl así la digo yo.

Había una vez un pueblo en que vivían puros güevones, si me es permitida la expresión. Ninguno trabajaba ahí, en nadie se cumplía la bíblica maldición que condena a los mortales a ganar con el sudor de su frente el cotidiano pan. Se acogían quizás los flojonazos a la sabia sentencia que prescribe: “El trabajo es sagrado, y las cosas sagradas no se tocan”.

         Llegó cierto día al pueblo aquel un nuevo Gobernador. Al ver la pereza de sus habitantes se irritó de tal modo que decidió lanzar un edicto terrible a cuyo lado las leyes severísimas de Dracón serían tachadas de suave lenidad.

         Y diciendo y haciendo, el imperioso gobernante dictó espantosa ley: a partir de ese día el que no trabajara sería enterrado vivo.

         Ante tan riguroso ordenamiento los moradores del pueblo sufrieron ejemplar transformación. Se hicieron trabajadores diligentes; parecían abejas laboriosas. Ni un instante del día y casi de la noche se entregaban al ocio reprobable, pues temían que sobre ellos cayera el castigo tremendo dictado por el Gobernador.

         Se volvieron trabajadores todos. Todos, menos uno. Acostado en una banca del jardín público, aquel hombre se abanicaba plácidamente para librarse al mismo tiempo del calor y de las moscas. Con pierna cruzada y todo veía indiferente los ires y venires de sus muy atareados conterráneos. 

Le fueron a preguntar unos gendarmes si no sabía la pena que se le aplicaría si se obstinaba en su pereza colosal. Por una oreja le entró la prudente advertencia, por otra le salió. Cuando el mismísimo Gobernador, enfurecido por la desobediencia, lo fue en persona a imprecar, el perezoso se dio media vuelta en el banco, igual que Diógenes frente a Alejandro, para no oír las rudas voces de amonestación.

         Lo condenó el Gobernador a ser enterrado vivo, y el castigo se hubo de cumplir. Metieron al hombre en un ataúd y en andas lo llevaron camino del cementerio seguido por toda la población del lugar. Una piadosa viejecita, mesándose los cabellos, clamó:

         —¡Cómo van a enterrar vivo a este infeliz!

         Inconmovibles, los sayones siguieron con su carga hacia el panteón.

         —Por lo menos detengan el entierro un momento —volvió la vijecita a suplicar—. Quiero darle unas nueces al desdichado, para que tenga algo qué comer.

         Al oír aquello el hombre más perezoso del mundo abrió la tapa y sacó la cabeza del ataúd.

         —Las nueces —preguntó—, ¿están pelonas ya?
         —No —respondió la ancianita—. Hay que pelarlas.
         —Entonces —dijo el hombre—, que siga el entierro.
         Y se volvió a acostar.

Armando Fuentes Aguirre