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El SPA

El sabio galo Denis Diderot nos lo advirtió desde hace siglos: vale más poseer ignorancia que prejuicios, pues incluso desde las tinieblas del desconocimiento es posible arribar a la verdad. Desde el territorio del tabú, la meta se vuelve inalcanzable.

Sin embargo, pese al cúmulo de voces relevantes unidas para advertirnos sobre la inconveniencia de renunciar a la evaluación de la evidencia antes de formular sentencia, nosotros persistimos en la conducta y vamos por la vida prejuzgando.

Einstein lo dijo de forma inmejorable cuando calificó a la nuestra como una época triste, pues desintegrar un átomo es tarea fácil frente a la hercúlea empresa de diluir un prejuicio.

Este columnista, quien abjura de los dogmas, procura no emitir opinión sobre temas de los cuales desconoce, ni repetir afirmaciones sin antes someterlas a verificación elemental. Pero procurar no implica alcanzar siempre el éxito y ello se traduce en la eventual adquisición de prejuicios de cuya existencia uno a veces ni siquiera está enterado a cabalidad.

Eso me ocurrió con los SPA’s cuando tales establecimientos dejaron de ser posesión exclusiva de las divas hollywoodenses, las modelos de pasarela y los habitantes del jet-set, para instalarse en el menú de prácticamente cualquier mortal interesado en, digamos, “consentirse”.

La primera fuente de mis prejuicios era, como puede adivinarse, una falsa concepción de la masculinidad. Desde mi perspectiva, el cuidado del cuerpo de los hombres se restringe a las siguientes actividades básicas: baño diario, recorte periódico del cabello -así como del vello facial y nasal-, limpieza de ciertas excrecencias cuya génesis no voy a detallar, cepillado de los dientes, corte semanal de uñas… y no más.

Tales actividades implican, desde luego, el uso de algunos productos de limpieza así como de otros eufemísticamente llamados “de tocador”: shampoo, jabón de barra, crema de afeitar, desodorante, pasta para dientes, loción… Pero con eso los hombres estamos listos. Si acaso, y sólo obligados por la resequedad derivada de un baño invernal con agua inusualmente caliente, los hombres deberíamos utilizar alguna crema humectante.

El cuerpo masculino, según la concepción primitiva anidada en mi cerebro hasta hace poco, fue diseñado por el Creador para operar en condiciones adversas, para soportar la rudeza de los elementos, para el trabajo pesado.

Por ello no requiere tratamientos faciales, exfoliaciones, masajes reductivos, depilaciones permanentes, aplicaciones de botox, ni la miríada de tratamientos de belleza inventados a lo largo de los siglos, desde que a doña Cleopatra le dio por el baño con leche de burra.
Ni hablar de la cirugía estética, los hilos rusos, el colágeno o las terapias criogénicas. Todo eso es para las damas cuya humanidad, bella por naturaleza, aprovecha las virtudes de tales tratamientos para potenciar el atractivo de su estética particular.

En los últimos años, y a partir de la existencia de un número creciente de hombres suscritos al uso de tales tratamientos, me vi en la necesidad de hacer alguna concesión. Está bien: los tratamientos de belleza también pueden beneficiar a los varones, ¡pero nomás a los metrosexuales!, me dije sin mucha convicción.

Hace poco, sin embargo, descubrí cómo toda la argumentación hasta aquí expuesta no era sino un sucio prejuicio construido a partir del rechazo sistemático de cualquier posibilidad de incursionar en el océano sensorial diseñado para consentir al cuerpo.

Lo confieso pronto: tampoco fue iniciativa propia el experimento. No acudí motu proprio a un SPA, ni escogí determinado tratamiento a fin de contar con elementos de juicio, no. Fui más bien “abducido” por un alma caritativa, una buena amiga quien -seguramente impelida por mi destartalado aspecto- decidió que acá, su charro negro, necesitaba un buen tratamiento.
Y que me llevan al SPA… ¡Oiga usted! Toda una experiencia…

Sigo sin tener muy claro si aquello fue un ejercicio gastronómico, deportivo o terapéutico, pues fui lijado con azúcar, estirado de cada hueso y articulación y sometido a un proceso similar a la momificación o la preparación de barbacoa, según se vea.

Será cuestión de volver a probar, de leer algunos artículos y echarle un ojo a los documentales sobre los citados templos del bienestar, para estar en condiciones de armar una opinión -ahora sí- informada.

En vía de mientras, como dirían los clásicos, admito haber vivido en el error, pues el cuerpo masculino también requiere -si bien por razones diferentes- de los beneficios proveídos en esos lugares donde las sustancias más insospechadas se mezclan con los tratamientos térmicos y las habilidades manuales para dejarlo a uno, literalmente, como nuevo.
¡Feliz fin de semana!.

carredondo@vanguardia.com.mx

Twitter:@sibaja3