El Selecciones

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El Selecciones

Cuando yo era niño en mi casa no faltaba nada. Tampoco sobraba nada, sin embargo. Modesto empleado de oficina era mi padre; mi madre ama de casa; y así el dinero era para las cosas más indispensables: una buena alimentación y un buen colegio para nosotros los hijos, el Zaragoza.

No obstante eso, nos dábamos grandes lujos. Nuestros cumpleaños eran celebrados con una visita a la insigne y benemérita Nevería Nakasima. Un sundae, lo más barato en el menú, era delicia celestial. Los domingos acompañábamos la comida con refrescos embotellados, estupendo lujo. Si había en el cine una película de Walt Disney íbamos todos en caravana a verla.

Mi papá tenía su propio gran lujo: el Selecciones del Reader’s Digest. Mes tras mes compraba la revista con devoción puntual. La paladeaba despacito, como nosotros nuestro sundae. Leía un artículo cada día, nada más. Luego lo comentaba con nosotros, o daba autoridad a su conversación con los amigos trayendo a cuento datos que había sacado de la revista.

Cuando llegaba el nuevo Selecciones el del mes anterior pasaba al estante de la pequeña biblioteca en calidad de libro. Entonces lo leíamos nosotros. Mis artículos favoritos eran tres: El mejor consejo que jamás oí, Mi personaje inolvidable y –el mejor de todos– La risa, remedio infalible. Éste era el que leía primero, no fuera a ser –pensaba– que me muriera de repente. Consultaba en el diccionario las palabras que no entendía; me aprendía los chistes casi de memoria y luego los contaba con gran éxito de público. Quizás ahí está la semilla de mi afición al humorismo y de mi gusto por la palabra escrita.

¡Qué tesoro es la risa! Adorno de la vida, es bálsamo en la aflicción, compañía en la soledad, alivio en los quebrantos y fatigas de la existencia cotidiana. El que sabe reír –y más el que sabe reír de sí mismo– tiene una especie de seguro contra la tristeza. Si alguien se siente demasiado importante para reír con los demás, se vuelve él mismo objeto de la risa. No hay nadie que deba negarse a la alegría. San Francisco de Sales decía que un santo triste es un triste santo.

Ayer fue el Selecciones la revista de mi padre. Por eso me alegré cuando la Oficina Internacional del Reader’s Digest me pidió ponerle prólogo –que se traduciría a 32 idiomas– a una antología del buen humor donde se recogerá lo mejor que en muchos años ha salido en La risa, remedio infalible. Por eso doy las gracias al Reader’s Digest, por todas las cosas buenas que ha puesto en la vida de millones de seres humanos, entre ellas el gozo de la risa, que es tan amable flor.

Una risa oportuna puede ser importante. Así lo enseña el cuentecillo del león y la tortuga. Estaba triste la tortuga. El león, que la quería bien, convocó a todos los animales de la selva y les pidió que cada uno le contara un chiste a la tortuga. Aquél que la hiciera reír se llevaría un premio; si la tortuga no reía el cuento perdería la vida el narrador. Empezó el mono, y contó su mejor chiste. No se rió la tortuga. El león mató de un zarpazo al desdichado mico. Vino la zorra y relató un cuento sensacional. Tampoco se rió la tortuga, y la zorra pasó a mejor vida. La jirafa, excelente narradora, contó un chiste magnífico. No se rió la tortuga; adiós jirafa. La misma suerte corrieron la cebra, la gacela, el búfalo y el cocodrilo. Ninguno pudo hacer reír a la tortuga, y el león les aplicó a todos la pena capital. Le tocó el turno al hipopótamo. Era muy malo para contar chistes, y además el suyo era pésimo. Mientras lo contaba, equivocándose a cada paso, todos los animales bostezaban, aburridos. Pero cuando el hipopótamo acabó de contar su chiste la tortuga estalló en una formidable carcajada. Se estremecía el recinto con las tremendas risotadas de la tortuguita. “¿Qué te pasa? –se sorprendió el león–. No te hicieron reír los buenos cuentos de los demás animales, ¿y ahora te mueres de la risa con este chiste malo que el hipopótamo contó? ¿Por qué ríes así?”. Respondió la tortuguita: “Es que acabo de entender el chiste que contó el mono”.