El resto, mar de mal: Nicaragüa 1925-2020

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El resto, mar de mal: Nicaragüa 1925-2020

Hemos deseado siempre más allá de lo deseado
Somos Somozas deseando más y más haciendas
More More More. Ernesto Cardenal

Muchos reprocharon al poeta español Jorge Guillén, integrante de la llamada Generación del 27, uno de sus versos: “El mundo está bien hecho”. Más tarde, en su obra “Clamor”, tuvo que alterarlo dejándolo así: “El mundo de los hombres está mal hecho”.

En esta anécdota aparentemente trivial se agazapa una de las grandes controversias de la poesía y el arte contemporáneos, y podría decirse que de todos los tiempos, pues la política, el poder y la desigualdad entre los seres humanos parecen inherentes a nuestra naturaleza.

Desde Virgilio, y aún antes, el poeta y el artista de cualquier disciplina saben que hay cosas que no deben decirse por no incomodar o desatar la furia del Príncipe. O que pueden hay cosas que pueden decirse, pero siempre de cierta manera. Aprendieron a entender que la mirada monstruosa del Cancerbero está conformada por mil ojos y mil cómplices: cuidado con ellos.

En la anécdota guilleniana se concentra una discusión perenne, la de la oposición entre lo que algunos han llamado “poesía pura” (o “reaccionaria”) y “poesía comprometida” (o “revolucionaria”). Esto vale también para el resto de las artes: Quevedo y Goya fueron siempre sospechosos de ser demasiado “liberales”; Shostakóvich sostuvo una relación bastante complicada con los líderes de la URSS.

Como todo movimiento artístico “la poesía pura” –Mallarmé, Valéry, J. R. Jiménez…- nace en contextos históricos y sociales definidos por ciertas características. El arte y la poesía “comprometidos” o “revolucionarios” no son de exclusividad marxista o socialista: ésta quizá sea una fórmula bolchevique que Sartre trasladó al francés como “engagé”.

Dadas las circunstancias históricas y la radicalización de las ideologías, desde el final del siglo XIX esa oposición corrió con más infortunio que nunca, pues se transformó en una querella menos estética que política. Fuesen talentosos o mediocres poetas, los “puristas” fueron considerados “reaccionarios” y los “comprometidos”, “revolucionarios”. Así, sin más. Y aquí se mezclaban la posición política y la obra literaria o artística en un brebaje difícil de esclarecer y menos de tragar. Siempre es así cuando se adoptan posiciones maniqueas.

Pero muchas nociones habría que revisar para desenmarañar, incluso en este momento, semejante galimatías. ¿A qué se llama exactamente “poesía pura” y a qué, “poesía comprometida”? ¿Qué turbulencias engendran una “revolución”? ¿Qué es y a qué ha llevado “la revolución”? Las preguntas más subterráneas son aún más escabrosas. Por ejemplo: ¿qué es la poesía? ¿Qué función desempeña en la sociedad? Hay tantos teóricos que se han encargado de reflexionar en torno de estos problemas que se necesitaría otra vida para examinarlos. Y parece mejor y más provechoso ir a las fuentes, es decir, a las obras de arte, al poema: alguna respuesta encontraremos en “La Divina Comedia”, “La Tierra Baldía” o la obra de Alejandra Pizarnik, por ejemplo. Esto, sin dejar de lado, de ningún modo, el “espíritu de la época” que esas –y muchas otras- obras respiran.

Las líneas anteriores han sido dictadas por la tristeza. La causa de esa tristeza no es otra que la muerte de uno de los grandes poetas latinoamericanos contemporáneos: Ernesto Cardenal, considerado por muchos como uno de los más “comprometidos”. A pesar de mi reticencia ante las etiquetas estéticas, la obra de Cardenal se distingue por muchas razones que pueden resumirse en una: integridad.

“Exteriorista”, “interiorista”, “coloquialista”, “liberacionista” o como quiera definírselo, Ernesto Cardenal ha tenido el valor de empuñar la pluma u oprimir las teclas alentado por una idea que no puede entenderse sin otra: la libertad y la justicia. Y lo ha hecho con la brillantez y la pasión de un poeta que sabe lo que hace y lo que dice.

Pocos poetas verdaderamente comprometidos –así, sin comillas- son siempre tan sabios y convincentes como Cardenal. Debo confesar que es uno de los pocos de esta estirpe que me conmueve y me cimbra. No puedo con el Neruda que escribe Odas a Stalin, ni con aquello de: “y en la calle codo a codo / somos mucho más que dos”. Lo lamento sinceramente: no puedo con eso.

Pero con los “Salmos”, los “Aforismos” y casi toda la obra de Cardenal sucede que me conmueve y me subleva. ¿Por qué? Porque hubo una tarde, hace años, en que abrí una antología de sus poemas, publicado, creo, por Siglo XXI y me encontré, de pronto, con su célebre “Oración por Marilyn Monroe”. No sé cuántas veces leí conmocionado ese poema que nada tenía de admonitorio ni de “prosaico”. Entonces, amé más aún a Marilyn y empecé a admirar y a amar también la poesía de un hombre que es capaz de escribir con tanta ternura de una mujer y de reprochar y señalar la lepra del poder envilecido.

No, Cardenal no es Mallarmé, pero desde aquella tarde lo abracé con el mismo entusiasmo. Porque en la poesía no hay sectas politiqueras o fobias étnicas, aunque la estela de su hedor se filtre, a veces, por algún resquicio. En Cardenal se funden la fe cristiana, los ideales de igualdad social, el amor, la valentía y hasta el sarcasmo. No se trata de “propaganda política”, dice el propio Cardenal, sino de “poesía política”. E inevitablemente, todo poema es, en el fondo, político.

No estoy seguro si la Iglesia Católica es un deliberado constructo que desde el Concilio de Nicea conviene a algunos mantener inalterable. Dudo que el socialismo –por muy renovado que se quiera- sea una opción para una quimérica organización social. En virtud de nuestra condición de apátridas de un Paraíso, no creo que encontremos la manera de convivir de manera armónica en el mundo. Sé que la poesía, el arte y el conocimiento redimen a la humanidad de sus horrores.

Algunas de estas ideas y muchas otras incendian la obra de Cardenal, una obra que fue transformándose a lo largo del tiempo en busca de un equilibrio: ni lo lírico por encima de lo político, ni lo político por encima de lo lírico, dicho en pocas palabras. En muchos de sus poemas se escucha más el grito contestatario; en otros, la voz de un poeta sereno y reflexivo. Pero entre tantos, hay uno que me ha intrigado y fascinado siempre por su inopinada complejidad: “Coplas a la muerte de Merton”, de 1970.

Suerte de “corriente de conciencia” o de “monólogo interior”, este poema es una elegía casi épica a la muerte del poeta y sacerdote católico estadounidense Thomas Merton -amigo de Cardenal- ocurrida en 1968. Acudiendo al modelo manriqueño y acusando el influjo de Pound, el poeta nicaragüense abre el grifo y deja correr la conmoción que produjo en él la muerte de su amigo.

La cascada verbal mana exuberante y se ramifica en multitud de vertientes: libres, los versos se acumulan, se entrecruzan, se encabalgan hasta convertirse en un coro de voces que lloran el fallecimiento del amigo pero también denuncian –en español y en inglés- las circunstancias de una América Latina desollada por la voracidad capitalista estadounidense y la pesadilla de las dictaduras y la diversidad de los instantes y la inmensidad del cosmos y/

El poema es extenso, inquietante y hermoso. También es cultísimo y digamos embriagador. Se requieren varias lecturas, primero para tranquilizarnos luego del estupor; enseguida, otras tantas para desentrañar algunos de sus múltiples sentidos. Cardenal es un poeta coloquial y accesible, sí, pero en muchos casos nos exhorta a detener la lectura para reflexionar. Este gran poema es un ejemplo:

“…No un sueño sino la lucidez.
          Vamos en medio del tráfico como sonámbulos
                          pasamos los semáforos
con los ojos abiertos y dormidos
paladeamos un manhattan como dormidos.
No el sueño
la lucidez es imagen de la muerte
                      de la iluminación, el resplandor
enceguecedor de la muerte.
Y no es el reino del Olvido. La memoria
              es secretaria del olvido…”