El regreso

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El regreso

En la noche profunda el navío avanzaba por las aguas quietas del Golfo de México. El viaje había sido largo, desde España, y los pasajeros del buque “Habana” ansiaban llegar ya a tierras mexicanas.

De pronto la voz de un hombre resonó en cubierta:

-¡Señores, el faro de Veracruz! ¡Hemos llegado!

Los pasajeros se agolparon en el puente. Efectivamente, a lo lejos, como un resplandor que aparecía y volvía luego a desaparecer, el haz de luz del faro se alargaba en el cielo igual que dedo gigante que indicara el rumbo.

Todo se volvió alegría. Mientras el capitán daba órdenes los viajeros fueron a sus camarotes a preparar sus efectos para el desembarco. La luz del faro se veía a cada minuto más cercana. Pronto una línea blanca de espuma dejó ver la proximidad de la costa. El ir y venir de la marinería haciendo los aprestos de la llegada, la gárrula conversación de los pasajeros, el silbato del barco que anunciaba su entrada, todo se confundía en el regocijo de la terminación del viaje.

De pronto un viento del norte comenzó a soplar. Primero con suavidad, después con intensidad mayor y luego amenazante. El barco daba tumbos en las olas, que se elevaban cada vez más altas. El capitán dictó rápidas órdenes, la primera de ellas que los pasajeros despejaran el puente y volvieran a sus camarotes de inmediato. La mala noticia llegó a poco: el súbito huracán hacía imposible entrar a puerto. No sólo el barco no había avanzado ya, sino que a toda máquina se dirigía de nuevo mar adentro para escapar de los peligros que representaba la cercanía de la tierra.

En su camarote una mujer lloraba a solas. Llevaba 36 años lejos de México, su patria, y ahora que volvía a ella, a la vista ya de las ansiadas costas, se le alejaba la hora de poner la planta sobre el suelo anhelado.

No sólo el acabamiento de su destierro era motivo de que la dama deseara llegar cuanto antes a Veracruz. En el barco, dentro de un ataúd metálico, venían los restos de su esposo, destinados a tener sepultura en su ciudad natal: Saltillo.

Más de dos días permaneció el barco mar adentro. Al tercero amainó el temporal lo suficiente para que el capitán decidiera que podía arriesgar la entrada al puerto. Sin esperar al práctico el propio capitán condujo su navío al muelle. Y, por fin, María Enriqueta Camarillo Roa, esposa del insigne historiador saltillense don Carlos Pereyra, pudo pisar la tierra mexicana. Leamos lo que escribió:

“…Cayendo en tierra de rodillas, besé con reverencia el suelo, me detuve sobre él y lo regué con mis lágrimas... Momentos después bajaban el cajón enlutado en que se aposentaban los restos mortales de mi esposo, de mi amado compañero, que venía también a reposar en su adorada Patria. Y fue tal mi emoción en aquel momento, que hasta me pareció escuchar dentro de esa caja mortuoria un misterioso ruido, algo así como el crepitar de unos huesos. Y esto no era mentira: es que el regreso a la Patria hace que tiemblen de gozo hasta los huesos de los muertos. Carlos y yo, juntos los dos, estábamos en la tierra anhelada...”.

Los restos de don Carlos Pereyra fueron traídos a su Saltillo, donde reposan en el Panteón de Santiago. La mujer que tanto lo amó, María Enriqueta, fue a vivir en la Ciudad de México. Ahí murió en 1968, a los 99 años de edad.