El placer del trazo
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El placer del trazo
La pintura no está muerta y quien diga lo contrario nos vemos a la salida. Lo que sí sucede en ella, como en todos los géneros pictóricos y artísticos hasta su más individual expresión en cada autor —desde lo académico hasta lo contemporáneo— es que el caleidoscopio de propuestas es tan vasto y la presencia mediática de las obras conceptuales tan abrumadora que la pintura de caballete pareciera haberse quedado relegada.
En el extremo opuesto están quienes han hecho de la pintura un fetiche visual con un hiperrealismo que logra en ocasiones superar la calidad fotográfica de muchas impresiones, eliminando en el trazo toda huella de su creador, replicando la realidad con una fidelidad insuperable pero desprovistos de cualquier espíritu.
Hay excepciones, como en todo, y tal es el caso de Ron Mueck, quien además de crear esculturas de cuerpos humanos artificiales indistinguibles de uno orgánico, modifica características como su tamaño o los sitúa en contextos que proponen discursivamente más que la mera muestra de las habilidades del artista.
No obstante, la mayoría de los seguidores de este movimiento, creadores y público por igual, están fascinados con la réplica estéril y el placer que provoca considerar cómo la mano humana fue capaz de hacer tal copia además de la apreciación de una fotografía hecha con pintura.
Por fortuna existen aún artistas, jóvenes principalmente, que están creando obras si bien no originales —ya es difícil descubrir el hilo negro— sí propositivas y manufacturadas desde el oficio, lo que las provee de un estilo particular y, sobre todo, le otorga al espectador una riqueza visual mucho más interesante que la que cualquier copo fotográfico puede lograr.
Porque olvidar el valor del trazo es un verdadero crimen. No solo se trata de la marca personal del autor sino que es aún más que todo el hiperrealismo del mundo una verdadera prueba del control que un artista tiene sobre el color, la mezcla y aplicación del mismo.
La exposición del Premio Ángel Zárraga 2019, actualmente expuesta en el Museo del Palacio, contrapone precisamente estas dos corrientes y para fortuna mía la pieza ganadora del primer lugar “A La Espera”, de Luis Leonardo Ortega, presenta esta cualidad —y calidad— pictórica que tanto gusto de ver en el género.
En la imagen hecha por el duranguense con la corona funeraria recargada sobre la pared en el taller del florista no hay esfuerzo sobrehumano por captar cada minúsculo detalle; el trazo es notorio al observar con detenimiento y aunque es pequeño en comparación con sus ancestros en la práctica, los impresionistas —quienes lo dieron todo por captar la esencia visual y cromática de las escenas—, existe, está ahí y está libre, tanto como la figura misma se lo permita.
Los blancos a reventar de las flores podrían parecer demasiado para el ojo humano hasta poner en la balanza su presencia ante el resto de la pintura, donde son solo un punto de atracción, cuya forma es creada por el contraste con la sombra de los pétalos, pintados, si, con cierta intención, pero no un rigor copista.
Asimismo tanto las hojas de palma como la bolsa de plástico o la chaqueta sobre la escalera poseen la misma cualidad del trazo que sugiere sin otorgar, e incluso las áreas lisas en muebles y paredes no están hechas con esa necia minuciosidad de los hiperrealistas.
Cada quien es libre de hacer arte como le plazca, eso nunca dejaré de reiterarlo, pero uno puede abogar por específicas formas de creación, pues ¿no resulta mucho más atractivo encontrar los detalles y ver ante tus ojos cómo fue creada la ilusión de la imagen que darse cuenta que estás frente al producto de una impresora humana con óleo, que de no ser por el brillo del material no revelaría ni con qué fue hecha?