El personaje de la Pasión y la semilla…

Usted está aquí

El personaje de la Pasión y la semilla…

Si usted estuviera en un teatro, al cerrarse el telón del segundo acto del drama de la Pasión de Jesús, hubiera aplaudido con una profunda emoción de tristeza y admiración. El personaje principal del drama por fin había muerto heroicamente. Aunque ya sabía el desenlace en el tercero.

Sin embargo, los que asistieron ese día y lo vieron expirar no lo sabían. Lo intuían por las profecías y los anuncios de Jesús, pero por su muerte dejaron de creer.

Lo que vieron era un hombre muerto, sin sangre ni vitalidad. La poca sangre que le quedaba la vació un soldado con una lanza que atravesó su corazón ya sin latidos. Era una muerte real sin el maquillaje de la poesía o de la escultura que diluyera la realidad de un cadáver sin espíritu.

La realidad de un cuerpo inerte, desnudo, rígido, frío e inexpresivo, borraba la imagen todavía del hombre que curó enfermos, resucitó muerto y enseñó el camino contradictorio de las bienaventuranzas, reveló las misteriosas verdades eternas que los entusiasmaron –y todavía entusiasman– y dio su vida como salud y alimento.

Sufrió la muerte como todo mortal y borró toda expectativa. Lo único que faltaba era sepultarlo. Y así se hizo con la buena voluntad de un amigo que nunca falta en los sepelios.

Para sellar el fracaso de la obra de Jesús, cerraron el sepulcro con una gran roca, un claro indicador de que todo había terminado: la vida y el mensaje, la esperanza de una forma de vivir, de construir la paz, de crecer y evolucionar el hombre y su sociedad.

Lo extraordinario del drama es que esta muerte no fue fortuita. Fue el final de un dilema que tuvo que enfrentar Jesús: librarse u obedecer, dejarse llevar del instinto de conservación de su vida o aceptar todos los términos incomprensibles de su misión, defender su inocencia o someterse sumisamente a la injusticia.

En Getsemaní, esa libertad de elegir le generó una profunda angustia ante la pasión que anticipaba. El miedo al sufrimiento y a la muerte, inherentes a todo ser humano, invadió su cuerpo y su espíritu porque era humano como todos nosotros. Su dilema era elegir libremente entre morir, a lo cual nadie lo obligaba, o seguir viviendo con su libertad, entre la vergüenza del fracaso mortal y la vergüenza de la huida y la claudicación de su misión.

Eligió la congruencia con su misión y con el plan incomprensible de su Padre. Fue obediente no por obligación, sino por ser libre y amoroso. Elegir la muerte y muerte de cruz deja atónito todavía a todo mundo, revela un heroísmo que asombra y  deja sin explicación humana el final del segundo acto.

Sin embargo, insinúa discretamente una fortaleza escondida del ser humano a la cual solamente recurre en condiciones tan trascendentes como el sufrimiento y la muerte: la fe en Dios y en sus caminos, la sumisión obediente y muchas veces heroica e incomprensible, a la voluntad del Padre.

La muerte de Jesús con toda su realidad que aniquila el éxito humano, paradójicamente, es la semilla del creer y esperar cristiano, una semilla que veremos florecer los que ya conocemos el desenlace del tercer acto.