El Pasado, una novela sobre Manuel Acuña; entrevista con su autor, Víctor Palomo

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El Pasado, una novela sobre Manuel Acuña; entrevista con su autor, Víctor Palomo

Historia. La novela es producto de una larga investigación, fue galardonada con el Premio de Novela Manuel Ignacion Altamirano en 2013 y ahora editada por la Secretaría de Cultura del Estado. / Foto: Especial.
En 2017 el escritor saltillense obtuvo el Premio Nacional de Novela Ignacio Manuel Altamirano, otorgado por el Gobierno del Estado de Guerrero. Años atrás había iniciado su ambicioso proyecto, a través de una profunda pesquisa vital y hemerográfica en pos de otra verdad en torno a la vida y la obra del malogrado poeta romántico. Sin embargo, El Pasado, aún tenía reservadas algunas resistencias: la organización del Premio incumplió la publicación del libro ganador, mandándolo a un limbo del que resurgió gracias a la reciente edición por parte de la Secretaría de Cultura de Coahuila.
A propósito de su construcción, su búsqueda y sus concepciones, este diálogo

El narrador argentino Juan José Saer menciona en alguna parte que "No se reconstruye ningún pasado sino que simplemente se construye una visión del pasado, cierta imagen o idea del pasado que es propia del observador y que no corresponde a ningún hecho histórico preciso.” En ese sentido ¿Cuál es esa idea del pasado que tú buscas proyectar?
Sí, tengo la idea de que el pasado histórico es un rompecabezas que se va armando, precisamente, en las distintas épocas posteriores a él. En el caso de que hablamos, la época de Manuel Acuña, es sólo una pieza del gran rompecabezas; una pieza que está compuesta de muchas partículas que a su vez, están unidas a otras piezas que le rodean y la complementan. En este caso particular, esa pieza, digamos, estaba contaminada por el silencio, un silencio creado por gran parte de los protagonistas, un silencio que no permitía ver bien el “hecho histórico” en sí, y que al contrario de una verdad concreta, creó un mito fantástico, una leyenda, un mito que se extendió con mucha rapidez y tuvo una gran aceptación en el imaginario colectivo: me refiero al “amor” que sentía Manuel Acuña por Rosario de la Peña y que alteró ese pasado de raíz. Era una pieza vuelta al revés. En ese sentido, no busqué proyectar una “idea” del pasado, sino que me topé con que las versiones que se habían dado de él, no eran, o no estaban basadas en lo que realmente había sucedido.

 

¿Cómo percibes aquella época del poeta, con qué valores, formas y aspiraciones?
La época en que vivió Manuel Acuña es apasionante en todas sus formas: el romanticismo tardío (el literario y el emocional) se mezcló con las guerras internas y la invasión francesa. Es una época de revoluciones sociales y políticas; y también de castas y migraciones. Muchos de los hombres que por azar o por deber, vinieron de Europa a fundar un imperio, se quedaron en México y fundaron su propia nueva historia. El mismo mariscal Bazaine se casó con una mexicana, con una prima de Rosario de la Peña; y en los tres años que duró la invasión francesa, muchos soldados de todos los rangos hicieron lo mismo. En Coahuila, como en muchas otras partes del país, quedaron vestigios de esa mezcla, lo mismo con franceses que con húngaros; se crean las raíces del mariachi y se adoptan muchas costumbres europeas, o se mezclan con otras de cuño mexicano, como en el caso de los tacos árabes, en Puebla. Es una época en la que el “honor” tiene un peso específico: es un tiempo de duelos y de querellas, por amores y las más mínimas cuestiones; sin dejar de mencionar que es un momento de grandes personajes: Juárez, Guillermo Prieto, Porfirio Díaz, Vicente Riva Palacio, Ignacio Ramírez o, al otro lado del espejo: Miramón, Vidaurri y el mismo Maximiliano, sin olvidar a Carlota, sólo por mencionar algunos. 

Es un momento en que México no termina de construirse como nación, pero es también un punto definitorio para que eso suceda. Es ese momento el que le toca vivir a Acuña.

Justo en el proceso de la construcción de esta visión del pasado, sé que durante años recurriste frecuentemente a postales, fotografías, anuncios, correspondencias y archivos hemerográficos de la época. ¿Cómo resolver esta urdimbre del pasado histórico, asentado en documentos, palpable, real, con esta otra temporalidad y este universo de la invención, la inspiración y la imaginación poética?
Fue una construcción múltiple. En cuanto a la ciudad de México, que fue donde vivió Acuña la mayor parte de su vida y donde realicé mayormente la investigación, sucede un fenómeno interesante respecto al siglo XIX: que muchos espacios, calles y edificios de la época de Acuña, desaparecieron o se transformaron totalmente, desde el nombre de las calles, que sufrieron varias modificaciones, hasta los espacios públicos; la Escuela de Medicina, por ejemplo, donde estudió Acuña: el edificio se conserva, pero su interior sufrió grandes modificaciones para convertirla en lo que hoy es, el Museo de Medicina de la UNAM. En esa transformación desapareció el espacio en el que habitó Acuña, y otra parte del edificio permanece cerrada. El Teatro Nacional (donde presentó Acuña su obra de teatro por segunda ocasión) fue derribado para ampliar la Calle 5 de Mayo hasta el hoy Eje Central; la casa de Rosario de la Peña también desapareció junto con las dos manzanas que estuvieron donde hoy se encuentra el Palacio de Bellas Artes.

De este modo, había que reconstruir el mapa de ese pasado con fotos, mapas y los grabados de Casimiro Castro, por ejemplo; del mismo modo tuve que echar mano de descripciones escritas de ciertos lugares que ya no existen, pero que abundan en los relatos y crónicas de la época, como El Tívoli, en el que al parecer, sucedió una escena que Acuña tomó para escribir “El Pasado”, su única obra de teatro. En este sentido, quizá Altamirano fue el que dejó más detalles de esos espacios, sobre todo de los teatros. En cuanto a lo demás, la obra de Acuña permite penetrar a ciertos espacios, ambientes y sobre todo, personajes de la época, como el gobernador de la ciudad, Tiburcio Montiel. La investigación hemerográfica hizo el resto, pues en los periódicos se consignaba a detalle el giro de los comercios, la dirección, el nombre de los propietarios y las condiciones del espacio público: la mayoría de las calles carecían de empedrado, por ejemplo, y la iluminación no sobresalió sino hasta mediados de 1873, con el alumbrado de gas.

Una de las mayores dificultades que tuve, fue ubicar la casa en la que murió el hijo de Laura Méndez y Acuña; una casa ubicada en la antigua calle Zuleta, muy cerca de Eje Central. En esa cuadra hay esta combinación de casas del siglo XIX o anteriores, con espacios mercantiles o Suburbias de la última parte del siglo XX. Ahí, hay una construcción que ahora funciona como bar, en la que creo que pudo suceder aquello: la muerte del hijo de Manuel Acuña.

Autor. El también poeta Víctor Palomo creó esta obra que arroja otra luz sobre la figura del mítico autor coahuilense.

Aparece aquí el nombre de la poeta Laura Méndez, el hijo perdido de Acuña, los lugares abolidos, las versiones, los silencios, las rivalidades y los secretos de aquella generación ¿Hasta dónde El Pasado se propone como una revisión desmitificadora sobre el lugar común de los motivos tras la vida y la muerte del poeta?
Eso comenzó después de revisar una y otra vez las fuentes de consulta. La idea inicial no era de ningún modo desmitificar nada. Al paso de la investigación me di cuenta de que todos los estudios, comentarios, ensayos y análisis sobre Acuña venían o desembocaban de una sola fuente, tomada a pie juntillas: Juan de Dios Peza y su “Gaveta íntima”.  Lo cierto es que ninguno de los estudiosos o biógrafos, ni al final del siglo XIX, ni de mediados del XX, e incluso articulistas de nuestros días, contradijeron nunca lo dicho por Peza, cuando hay al menos, varios motivos para dudar, si no de todo lo que dice, sí de una buena parte. En primer lugar, Juan de Dios Peza refiere que Acuña vivía en la celda 13 del internado de Medicina. Pero Vicente Quirarte demostró hacia 1999 que en realidad la celda en la que habitó Acuña era la 18. Peza dice que Agapito Silva le dio un diente de la calavera de Acuña, de la inhumación del Campo Florido, en 1890, y que ese diente, a punto de mandárselo a una compañera de Acuña (sin dar el nombre), cambia al momento de opinión y decide mandárselo a la madre de Acuña; pero la madre de Acuña, según dijo una de las hermanas de Acuña, en 1949 para Excélsior, nunca recibió nada de Peza, y para cuando Peza escribe su “Acuña íntimo”, Silva acababa de morir. En el mismo texto, Peza dice que Acuña dejó dos cartas “para unas amigas íntimas”, nuevamente sin dar nombres; suponemos que son Rosario y Laura pero, Rosario, que mostró muchas veces los versos del “Nocturno”, escrito en su álbum, nunca mostró a nadie esa carta, y nunca habló tampoco de ella; en cuanto a Laura, es más posible que sí recibiera una carta, pero del mismo modo, nunca lo confirmó; de hecho, Laura no se refiere nunca a su relación con Acuña más allá de lo que dice en sus poemas. Es muy probable que esa carta, si la recibió Laura, no se tratara siquiera de una carta, sino de un poema, pero esto sería entrar en los terrenos de la especulación y eso era precisamente lo que yo quería evitar en la novela.

Además, Peza relata la tarde previa al suicidio del poeta, pero no tenemos testigos, nadie que confirme y niegue tales “hechos”. Y una pregunta: ¿por qué Acuña no le dejó una carta a Peza; o a Cuenca? Pero ni una carta, ni un objeto, ni nada, como sí lo hizo con otros de sus compañeros: Agapito Silva o Antonio Cóellar. Por último: Laura Méndez se va a vivir a la casa de Agustín F. Cuenca, muy probablemente cuando aún vive Acuña. Agustín F. Cuenca es uno de los amigos mutuos de Peza y Acuña: los cuatro, Laura, Acuña, Peza y Cuenca habían fundado la Sociedad Nezahualcóyotl cinco años antes de la muerte de Manuel. 

Después de todos estos acontecimientos y tras la muerte de Acuña, se cierne un pacto de silencio entre los amigos de éste, y nos encontramos varios años después con la declaración de uno de ellos, que ese pacto fue para cubrir el nombre de Laura Méndez, que como ya dije, nunca hace una declaración ni en cartas ni entrevistas sobre esa relación. Lo único que tenemos es su poema “Lágrimas (a mi hijo muerto)” que revela algunas circunstancias... y otros poemas que dedica a Acuña.

 

¿De dónde surgen esos personajes claves en tu novela: uno que, por azarosa amistad, urde el misterio en torno a la muerte del poeta, y otro que en el futuro la indaga y posiblemente la resuelve y la signa en su propio destino?
Lorenzo Maya y el Dr. Téllez, supongo. El primero es el Clown del Gran Circo Americano, que tenía sus carpas en la Plaza Santo Domingo, frente a la Escuela de Medicina mientras Acuña vivía su drama interno. Uno de los planteamientos de la novela era que los personajes fueran todos históricos, reales y, excepto a un encuadernador de libros, todos lo son. A Lorenzo Maya lo saqué de los periódicos de la época, donde se anunciaba el Circo Americano en su temporada en la Ciudad de México. Esos periódicos anuncian a Lorenzo Maya como domador de tigres y leones, políglota y dueño de los elefantes de la compañía. Eso me dio la oportunidad de dibujar un personaje claro, con muchos matices, una especie de Fausto que, por ser testigo de las calles en los momentos en que Acuña se quita la vida, pudiera también ser parte de la trama. En el caso del Dr. Téllez, que es el hilo conductor y segundo narrador de la historia; es sobrino nieto del general Joaquín Téllez, que según algún cronista, fue en su casa en donde Acuña conoce a Rosario. Por este azar, el Dr. Téllez de la novela, se convierte en un coleccionista de los objetos fetiches de la historia de Manuel Acuña.

¿Qué tipo de lectura, qué tipo de reflexión y conversación busca despertar una novela como El Pasado?
No era la intención ni rescatar ni desmitificar nada, sino buscar algo que se acercara lo más posible a la verdad. El mito popular con que se conoce a Manuel Acuña se ha construido a partir de referencias manoseadas, leyendas urbanas y como dije, de esa versión que nos cuenta Peza, una versión que a mi parecer, trastocó la verdad en una novela gótica. En medio de la investigación encontré que un escritor español, por ejemplo, escribió una novela en la que Soledad, aquella mujer que se encargara de lavar la ropa del poeta y asear su cuarto, era catalana: y vuelta a España, muchos años después, cuenta “la verdad” de lo que pasó. Hay otra novela que es todavía más descabellada en la que se maneja la versión de que Acuña no se suicidó sino que fue víctima de un complot poético. Y escuché por ahí, de alguien que tenía el proyecto de escribir una novela en la que Acuña era en realidad un vampiro. En todo esto se había convertido la vida de Acuña: en una fábula, una historia para asustar a los niños.

Aún hay muchas respuestas por conocer, pero creo que el resultado de la investigación para El Pasado es muy cercana a lo que en verdad ocurrió: un Acuña sumido en las dudas de una amor malogrado, el de Laura Méndez, de si ese hijo que ella iba a tener era suyo, a una posible infidelidad y por supuesto, a la penuria económica que padece. La lectura que cada quien le dé, es ya cosa aparte. Que cada lector saque sus propias conclusiones.

 

En un volumen editado hace algunos años por el Gobierno de Coahuila, algunos autores adjetivan a Acuña como “torpe”, “desafortunado” y “cursi”. Muchos autores contemporáneos siguen viendo a Acuña con cierta condescendencia, mientras que a otros les parece arcaico, demodé, rebasado... ¿A qué atribuyes que se siga leyendo tan poco y tan mal al poeta saltillense?

Bueno, de Acuña se dice de todo, especialmente aquellos que se han atenido al mito sin detenerse un instante en su obra: es decir —y esto es una tradición en Saltillo—, se habla de oídas. Poco y mal, como dices, se lee a Acuña, y esto puede deberse a varias cosas: en primera, como ya lo dije, el consabido mito de la decisión de quitarse la vida por el rechazo de Rosario, cosa que ahora puedo decir, es completamente falsa. De acuerdo a este mito popular, Acuña se convierte en un individuo con poca resistencia a la frustración, en un joven inmaduro y cursi, porque viste ese fracaso con versos de cuño decimonónico y de tan repetidos, bajados a la categoría de rima popular. Pero, como dice Carlos Monsiváis, resulta imposible que cualquier estrofa, canción o poema, pueda adentrarse en el gusto popular si no tienen por lo menos, la cadencia, el ritmo y la música que hay en el “Nocturno”. A modo de imitación, entre la última década del siglo XIX y los primeros años del XX, se escribieron quizá cientos de composiciones que intentaban superar o por lo menos igualar esa cadencia, ese ritmo: muchos a modo de parodia; sin embargo, el “Nocturno” salió vencedor de todos esos ‘ataques’ e imitaciones. Eduardo Lizalde escribió un texto titulado “Para una reescritura de Acuña”, que él mismo reconoce que es un homenaje. Es cierto que pasó de moda, que las vanguardias se reinventaron y que las formas de aquel poema cayeron en desuso, pero aún ahora, ¿quién no lo recuerda? Eso por un lado.

Por el otro, el ser mal leído. Hay un ensayo maravilloso de Evodio Escalante titulado “Manuel Acuña y los abismos del pensamiento”. En ese texto, Escalante hace un minucioso repaso de todas las malformaciones que sufrieron los versos de Acuña merced de las múltiples ediciones, de una falta de rigor y licencias editoriales que cambiaron versos completos, títulos, fechas. Ahora mismo no hay una edición que haya tomado en cuenta todas esas variantes. Recordemos además, que para su primera edición, Agustín F. Cuenca y Juan de Dios Peza, fueron los encargados de recoger y transcribir los poemas de Acuña, quien sólo tuvo oportunidad de cuidar para la imprenta ese poema esclarecedor llamado “La Gloria”, que es la verdadera fuente del drama que le tocó vivir.

Ahora: hay por lo menos dos poemas en los que Manuel Acuña se desmarca de la condición romántica de la época: esos poemas son “Nada sobre nada” y “Ante un cadáver”. El primero es un poema irónico, satírico, de un estilo que apenas si se cultiva en ese momento; el segundo es el poema positivista por excelencia, superior a todo lo que se escribió por esos años; también, como el “Nocturno”, ampliamente imitado.

Un dato aparte es que el primer círculo literario que Salvador Díaz Mirón crea, muy joven, en su natal Veracruz, lo nombra “Manuel Acuña”, lo que indica si no una influencia, sí un cierto respeto y admiración que Díaz Mirón le tenía.

No, no es casualidad que ahora nuestros poetas saltillenses declaren tales cosas sin tomar en cuenta –o desconocerlas por completo- éstas que te digo.

 

Finalmente: ¿Ganaría un poeta como Manuel Acuña hoy el Premio de poesía Manuel Acuña, el mejor dotado económicamente en nuestro país?
No sé si en estos tiempos Acuña ganaría el premio Acuña, a menos que en realidad fuera un vampiro; y eso todavía dependería de los jurados. En cualquier caso, si ganara, creo que el monto del premio quizá lo destinaría a arreglar su casa –que con el paso del tiempo quedó reducida a casi nada, una ruina, como tantas otras de personajes célebres en Saltillo–, y convertirla en museo; a eso, y a arreglar su tumba a los pies del Cerro del Pueblo, y vivir ahí para siempre.