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El partido del señor Trump
Desde el momento en que Donald Trump optó por desconocer los resultados de la elección de noviembre, el partido republicano enfrentó una disyuntiva: respaldarlo en la calumnia del fraude o correr el riesgo de desprenderse poco a poco de su figura, popular pero claramente tóxica. Lo segundo no era fácil. A pesar de haber perdido la presidencia y el Congreso, Trump consiguió más de 70 millones de votos. Alejarse de Trump suponía arriesgarse a perder a los electores que lo respaldaron y, quizá más peligroso, provocar la ira trumpista, capaz de acabar de un plumazo con carreras políticas enteras. Por otro lado, insistir en apoyar a Trump implicaba conceder en reemplazar los cimientos ideológicos republicanos y la agenda conservadora con un argumento muy distinto, arraigado en la calumnia flagrante: la patraña del fraude electoral.
En los últimos meses, los republicanos han mostrado ciertos atisbos de cordura. Por momentos pareció que estaban dispuestos a asumir el costo del rompimiento con Trump. Algunas voces dentro del partido comenzaron a alzar la voz para pedir a sus compañeros un punto final a la complicidad con la estrategia de erosión de las instituciones democráticas que Trump puso en práctica tras su derrota. Quizá la figura más relevante en advertir la necesidad de reconstruir al partido republicano lejos de la influencia trumpista fue Liz Cheney, congresista de Wyoming e hija del (macabro) exvicepresidente Dick Cheney. Hasta hace poco, Cheney ocupaba el tercer sitio en la jerarquía republicana en la Cámara de Representantes. Ya no lo ocupa más.
La semana pasada, los republicanos en la Cámara de Representantes votaron por remover a Cheney de su puesto de liderazgo en la bancada, reemplazándola con la congresista Elise Stefanik, fiel a la causa trumpista, repetidora confiable de la calumnia del fraude. Es una decisión reveladora porque confirma que el valor supremo dentro del partido no es la defensa de la agenda conservadora sino la lealtad ciega a la narrativa impuesta por Trump, aunque esto implique dinamitar las instituciones democráticas del país.
A un año y medio de la siguiente elección, los líderes del partido en el Congreso parecen dispuestos a apostarle todo a la retórica y la figura de Trump. Incluso ya hacen planes para preparar el terreno para la vuelta de Trump a la campaña por la presidencia en el 2024. Junto con esa apuesta, los republicanos insisten en erosionar la confianza en el proceso democrático, impulsando reformas electorales que harán más difícil que las minorías sufraguen y perpetuando la patraña del fraude del 2020.
Pero también podría resultar contraproducente. La nueva identidad trumpista republicana, junto con su obstruccionismo radical en el Congreso, podría generar rechazo entre una mayoría de electores. No solo eso. También es posible que la apuesta por Trump y sus mentiras derive en un capítulo que, hasta hace algunos años, parecería impensable: un cisma en la derecha estadounidense. En los mismos días en que Cheney perdió su sitio entre los líderes republicanos, un grupo de 152 políticos, activistas e intelectuales republicanos (y algunos independientes) anunciaron el proyecto “A Call for American renewal”, con el que pretenden explorar la posibilidad de crear un tercer partido. El partido, dice el grupo, debe “volver a dedicarse a los ideales fundacionales, o bien acelerar la creación de una alternativa”. El primer camino se ve difícil. El partido republicano ya tiene dueño. La pregunta es si a los 150 disidentes se sumarán otros que, como Liz Cheney, ya no encuentran un sitio en el que fuera el gran partido conservador de Estados Unidos. Del futuro de esta disputa depende buena parte del equilibrio de poder en los próximos años y, de manera crucial, la viabilidad de la democracia estadounidense. Ni más ni menos.