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El otoño no tiene palabra
Llegó a ese barrio popular una mañana húmeda de octubre. Se arrepintió de no haberse mudado el día anterior, cuando el sol brillaba en el cielo y calentaba hasta el alma. “El otoño no tiene palabra”, pensaba para conformarse por tener que hacer trabajo físico cuando su dificultad respiratoria se acentuaba debido a la niebla que dejaba su rastro mojado pegado, en la ropa, en las huellas de lodo señal de que los cargadores de mudanza transitaron por la vivienda que Concha compró a una constructora cuando se la ofreció como “la casa de sus sueños, en un sector donde todos queremos estar”.
Era el tiempo adecuado. Había alcanzado el derecho a la prestación del gobierno luego de un par de años de haber llegado a ese “polo industrial en constante crecimiento”. El hecho de ser una mujer en edad madura, sin marido ni hijos, había facilitado un poco el acceso a un crédito inmobiliario pagadero a mediano plazo.
Estaba cansada de emigrar. Ya no tenía la misma energía de antes. Contenta con su vida, decidió establecerse en un sitio que le ofrecía cierta seguridad: tenía trabajo y los compañeros de labores más cercanos la aceptaban con todo y sus arranques de enojo un tanto infantiles que cada vez eran más frecuentes.
La casa de Concha fue la primera de la cuadra en ser habitada, y eso le produjo un sentido de pertenencia como “por derecho de antigüedad”. No tardó en hacer suyo ese lugar que tenía las dimensiones perfectas para ella: un par de recámaras diminutas, un espacio para ver la televisión y el baño eran suficientes para darle forma a ese refugio añorado por largo tiempo. Ahí llegaba a descansar de las jornadas de costura en la maquiladora. Amaba el silencio de los primeros meses. El murmullo de la televisión le acompañaba mientras se alistaba para llegar puntual a la planta. Estaba convencida de que había encontrado el lugar ideal para vivir en plenitud ahora que se jubilara.
Su trabajo de supervisora en la empresa que confeccionaba vestiduras para automóviles, le permitía vivir con cierta holgura, y su ingreso le daba para un par de lujos: perfumarse con Chanel no. 19, y vestir su cama con sábanas de algodón egipcio de la mejor calidad. Defendía el orden que había impuesto a su vida como un bien invaluable.
Asignó tiempo para las actividades domésticas, para ir de compras, para el placer de la lectura, para su arreglo personal; calculaba cada minuto de su jornada laboral y estaba pendiente de los resultados. De la misma forma organizó su economía. Mantener todo bajo control era su principal propósito, su tranquilidad y lo que ella consideraba la felicidad.
Al otoño siguiente, el barrio bullía. La estrategia de ventas de la constructora dio tal resultado que todas las casas de la cuadra ya estaban habitadas, y el fraccionamiento crecía de manera acelerada.
Con la presencia de familias amantes de la música a alto volumen, la paz del inicio se antojaba ya imposible. Era muy común ver bocinas afuera de las viviendas, amenizando reuniones simultáneas en una mezcla de ritmos e intérpretes hasta bien entrada la madrugada. Entonces Concha optó por trabajar a la hora de los jolgorios, así llegaría a dormir cuando sus vecinos reposaban la ingesta de alcohol y la emisión desmesurada de improperios.
Lo que más disfrutaba Concha de su casa, era correr las cortinas y abrir la ventana de su recámara, para que los rayos del sol disipen la humedad de la noche.
Una mañana, llegó la visita que acabó para siempre con su paz.
–Perdone, doña Conchita ¿no ha visto a Mauricio? Es mi gatito. Lo vi entrar por su ventana –dijo su vecino de cinco años cuando Concha, adormilada, abrió la puerta.
El niño la miraba fijamente, con las cejas levantadas en espera de una respuesta que la mujer no le dio. Cerró la puerta y regresó a la cama. Esta vez se colocó unos tapones en los oídos, de esos que usa en la planta como parte de su equipo de seguridad. No tardó en recobrar el sueño.
Su rutina de precisión para ir a trabajar empezó a las nueve de la noche. El baño tibio, el arreglo personal sencillo pero minucioso, el par de gotas de Chanel, la preparación de su equipo de seguridad, todo mientras escucha las voces de la televisión. Encender la luz de la fachada y de la cocina, cerrar la puerta y encaminarse a la parada del transporte que la llevaría a su lugar de labores.
De vuelta a su casa, cuando la vida despertaba en las calles, Concha no podía creer que su cama estuviera ocupada. Sobre su almohada estaba ese intruso de pelambre entre gris, café y blanca.
–¡Largo, animal asqueroso! –gritó Concha. El golpe con la toalla despertó al felino que salió de la habitación por un agujero que hizo en la tela mosquitera aprovechando la ventana abierta.
Rápidamente cambió las blancas sábanas y las fundas de algodón peinado. A partir de esa mañana, renunció al placer de recibir los rayos del sol en su recámara.
Un par de meses después, los vecinos de la casa de junto se mudaron.
–¡Ándale, Pepito! Atrapa a Mauricio, no se nos vaya a quedar –ordenó la joven madre. Concha sintió alivio y volvió a abrir su ventana.
Cuando los brotes verdes en los árboles adelantaron la llegada de la primavera, Concha entendió la canción favorita de sus condóminos: “Las veredas quitarán, pero la querencia cuándo”. Mauricio estaba de vuelta, y con evidentes señales de que sus dueños se equivocaron al ponerle nombre masculino. Otra vez la gata rompió la alambrera y dio a luz a cinco descendientes sobre la almohada de Concha. La mujer no sabía si sentía enojo, tristeza, frustración, cansancio, culpa, autocompasión o todo junto. Esta vez se deshizo de su juego de cama, y hasta de la almohada y el colchón. Metió a los animales en una caja y los puso en la banqueta, cerró su casa y se fue a descansar a un hotel.
Cuando desinfectó y ordenó su santuario, la mujer dio por seguro que la gata se había ido con sus crías muy lejos de ahí. Se equivocó.
Un par de otoños más tarde, la batalla de Concha contra la invasión de gatos que cada vez se multiplicaba más rápido, la llevó a pensar en todas las soluciones posibles, hasta que dio con una: el veneno.
Primero dudó. “Es pecado y capaz que hasta delito”, pero mientras más vueltas le daba, más se reforzaba la idea. De ahí siguió elegir el método. Descartó el ácido y las pastillas por no confiar en su efectividad. Se decidió por el raticida. Leyó con cuidado las etiquetas de diferentes marcas y eligió la que ofrecía acabar con la plaga sin dejar olores.
–Deme tres frascos de este. No. Mejor cuatro –pidió al dependiente de la ferretera. No quería errores. Necesitaba discreción y rapidez.
Un olor intenso y extraño que penetró por su nariz y se le clavó en la cabeza la recibió al llegar a su casa. Lloró humillada al ver el mojón rodeado por una mancha de orines sobre su cama. En su peinador había huellas de garras, y el frasco de Chanel no.19, estrellado contra el piso.
“Necesito calmarme. No puedo tomar decisiones enojada”, pensó. Entró despacio al baño, abrió la regadera y permaneció largo rato bajo el agua. Después se vistió y se peinó las canas. Extrañó perfumarse.
Se aseguró de cerrar muy bien puertas y ventanas. En la cocina, tomó una lata grande de atún. Aleta amarilla y etiqueta negra le pareció una combinación elegante cuando lo compró. El olor llamó la atención de los gatos que reclamaban el ingreso a la propiedad de Concha arañando las puertas, rompiendo las mosquiteras y lanzando maullidos enloquecidos.
Sin perder la calma, Concha mezcló muy bien el contenido de la lata con las hojuelas de raticida. Sacó un aderezo rosa del refrigerador y no limitó la cantidad que vertió sobre la ensalada. El rostro de la mujer acusaba la paz que le producía hacer la preparación.
“Algo le falta”, pensó al probar el primer bocado, y fue a buscar galletas en la alacena. Regresó a la mesa y terminó el contenido del tazón mientras escuchaba la furia de los maullidos detrás de la puerta.
Martha Santos de León. PERIODISTA
(Monterrey, 23 de febrero de 1966) Psicóloga. Dedicada al periodismo desde hace 36 años. Premio Estatal de Periodismo 1999. Primer lugar en Concurso de Cuento Naturaleza convocado por la Secretaría del Medio Ambiente de Coahuila. Actualmente es parte de esta Casa Editorial. Cursó el diplomado “El Cuento. Su teoría y ejercicio” impartido por Alejandro Pérez Cervantes en la Universidad Iberoamericana campus Saltillo.