El nombre
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El nombre
Nombrar, en su sentido profundo, significa apropiarse de lo nombrado. Dentro de los mitos bíblicos se relata sobre el primer hombre, al que “alguien” nombra Adán (no existían personas, no había lengua, ¿quién le dijo que así se llamaba?). Según el Génesis: Jehová se paseaba sobre las aguas; estaba cansado de crear el mundo, la luz, la tierra y al hombre, al que puso en el Jardín del Edén. Así que el Creador puede designar cualquier cosa puesto que todavía nadie lo ha hecho. Adán es el padre y Eva es la madre tierra. Adán se puso a darles una identidad a todos los animales. Curioso que antes de la lengua hablaban todos porque la serpiente misma se puso a dialogar con Eva hasta convencerla: Dios les tiene envidia y no soportaría que sepan lo que Él sabe, ¡coman del fruto del Árbol del Bien y del Mal!, (el árbol también “se llama”).
Hace poco Catón hacía una crítica a la obsesión de buscarle significados a la palabra saltillo. No lo repito, tiene razón: la gente no acepta que las cosas sean simples, le deleita complicarlas. Pretenden que saltillo es una palabra náhuatl en vez de aceptar que se trata de un pequeño salto de agua que agradó al fundador, portugués que hablaba mediocremente el español. ¿Bautizaría su primera villa con una palabra en lengua desconocida? Le puso El Saltillo. Aclaro que al colocarle su artículo se rompe con cualquier especulación sobre el origen: Santiago del Saltillo. Y durante tres siglos se le colocó el artículo; es muy reciente el uso de la palabra suelta.
El mismo Alberto del Canto al fundar otra villa la llamó Ojos de Santa Lucía. ¿De dónde sacó el mote? De la parroquia de Santa Lucía, en la Isla Terceira, de Portugal, en las Azores, en la que fue bautizado. Además, en donde hoy se encuentra Monterrey Del Canto encontró muchos ojos de agua y Santa Lucía es la que se ocupa de los problemas de la vista porque se sacó los ojos en la persecución contra los cristianos.
Del Canto estaba obligado, por ley, a fundar tres villas; llevaba dos. Fue al norte y creó el Real y Minas de la Trinidad. Otro nombre que pide una justificación. El Concilio de Trento, que fue el que más pesó sobre los católicos, privilegió algunos elementos: la eucaristía (se encuentran por doquier imágenes); la devoción a la Limpia Concepción (así llamaban a la Inmaculada); y la creencia en un dios en tres personas: la Trinidad.
Sobre la palabra coahuila (así, en minúsculas), se han tejido no pocas “traducciones”, todas falsas. Una vez más: se pretende que viene del náhuatl. En la región no había nahuatlatos. Lo traducen como “tierra de muchos árboles”, “tierra de muchas aguas”, “víbora paloma” (coatl-huila; a las palomas trigueras se les llamaba en Saltillo “güilotas”). Lo primero que hay que decir es que hay no menos de 18 grafías que aparecen en documentos coloniales: cavila, chuabila, coila, cuachila, guaguila, cuhahuila, quahuila, caula… ¿Por qué? Porque los españoles no comprendían la lengua y escribían lo que creían que habían escuchado.
En un libro reciente sacamos a la luz por primera vez el significado de la palabra. El capitán Diego Ramón tenía en 1716 una reunión con varios grupos indígenas al norte de la provincia. Conocía algo de sus lenguas. Informó al gobernador Antonio Ecay Múzquiz, que iba a Cuagüila, que quiere decir “adentro”. Recordemos que a Saltillo se le llamaba la “Llave de tierra adentro”, lo que confirma la expresión (tierra afuera era lo dominado; tierra adentro era lo desconocido o todavía no conquistado).
Hay varias poblaciones que llevan el nombre Santa Rosa. Las primeras se referían a Santa Rosa de Viterbo, santa italiana muy cercana a los franciscanos. Pero cuando fray Juan Larios fundó Santa Rosa de Santa María, hoy Múzquiz, se refería a la monja de Lima.
Nombras algo y lo marcas. Cuando se empezó a llamar a los habitantes de la Ciudad de México chilangos era término ofensivo. El mote se lo impusieron en Veracruz, es nahua y significa “los mechudos”. Los capitalinos ya se lo apropiaron, juegan con el nombre y publican la excelente revista Chilango.
Por el bautismo se diseña a un niño; se le impone una palabra a la que deberá responder, que es la que lo nombra. En el judaísmo se les atribuye nombre y se les marca con la circuncisión: a los varones Yahvé les graba el pene como signo de pertenencia. Adán no fue circuncidado, no tenía madre y, por ende, tampoco ombligo.