El Muro y la Grieta: Bibliotecas (2)

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El Muro y la Grieta: Bibliotecas (2)

Foto: Archivo
La semana pasada, a propósito de la primera entrega sobre este tema, una lectora-trabajadora de la Red me reclamó precisando: “la biblioteca Elsa Hernández no se cerró, fue reubicada...” A continuación intento responder cómo el cierre definitivo o parcial de estos espacios afectan lo comunitario y lo personal.

La primera vez

Aún recuerdo el primer libro que saqué para leer de un estante en la biblioteca pública Manuel Múzquiz Blanco de la Alameda, luego que me llamara la atención su título: era El Loco, de Gibrán Khalil Gibrán.
A principios de los 90 la biblioteca central Idelfonso Villarelo fue un refugio para el adolescente que fui: abría de 9 a 7 y se podían sacar hasta tres libros por semana en préstamo a domicilio, ahí me leí toda la serie de Lecturas Mexicanas editadas por la SEP: Solares, Traven, Huerta, Samperio, Pacheco, García Ponce, Ramírez Heredia o narradores cuasi olvidados como María Luisa Puga, Gerardo María o Agustín Ramos.
Acababa de entrar a la Narváez, a veces en el turno matutino, a veces en nocturno, y ahí la maestra Sara Ramírez me abrió un mundo, le seguí con la serie El Volador: Arreola, Luisa Josefina Hernández, Galindo, Yañez, Garibay, Elizondo… agarré corte. Luego seguí con los libros de arte y fotografía.
Algunas tardes, era posible ver a un hombre silencioso que ojeaba los libros con parsimonia y una inquietante mirada fija, alguien que en el futuro sería una figura indispensable para mi formación como periodista y luego como escritor: el poeta Alfredo García Valdez.

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Lugares abolidos
La biblioteca Central era como nuestra casa, un espacio que día a día, a fuerza de necesidad y curiosidad, los lectores hicimos nuestro, igual que “la calle de las librerías” –Zaragoza- daba gusto recorrer y mirar sus vidrieras o entrar a hojear para esconder luego los libros que no íbamos a comprar jamás: las novedades de la Librería “Martínez”, las rarezas y la erudición del profe Duque en la “Zaragoza” o la maravilla de hurgar en los recovecos de la Librería Cristal (Ahí compré uno de los últimos discos de acetato que se vendieron en alguna librería de la ciudad).
O las mañanas de mi adolescencia en la penumbra de le biblioteca de la Alameda (recuerdo perfectamente el olor a diésel con el que limpiaban el piso y los oblicuos rayos de sol desde sus altos ventanales) donde por primera vez le hablé ¿me habló? una muchacha desconocida: el primer pasmo y el primer temblor ante aquella mirada café.
¿A donde quiero llegar ir todo esto?  Quizá señalar hacia algo sagrado e inalcanzable que reside junto a los lugares abolidos, lo intangible disuelto junto a las decisiones o caprichos burocráticos de funcionarios remotos: los lugares que se quedan con nosotros porque ahí crecimos y leímos por primera vez, es decir, lugares unidos a nuestra vida.
Es entonces que me pregunto ¿Todos los muchachos perdidos de ahora, que como yo, podrían hallarse en uno o muchos libros o en la mirada fugaz de una muchacha, a dónde irán hoy?
“Ahora todo lo encuentran en el internet”: respondería alguien.

 

alejandroperezcervantes@hotmail.com