El médico, sus penurias y satisfacciones
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El médico, sus penurias y satisfacciones
Por: Jesús Carrillo Ibarra
Doctor
Es el mes de julio, en pleno verano, el auditorio de la Facultad de Medicina está a reventar, sólo faltan escasos minutos para que se asignen las plazas del servicio social en Medicina y siga una etapa más en la vida de nuestro amigo Noé Mata Malacara y de muchos que como él han decidido continuar por este sinuoso camino, cuyo ejercicio profesional se sustenta en la famosa alocución primun non nocere (“primero no dañar”), que a la fecha se adjudican varios científicos. Después de haber sido asignadas varias de ellas, se escuchó a través del sonido, atenuado por la felicidad de unos, el llanto de otros, rostros pálidos por la incertidumbre o grisáceos por la tristeza ante la lejanía de sus plazas y el ya ineludible alejamiento de sus seres queridos: Mata Malacara Noé y Cabañas Cienfuegos Alberto al Ejido La Realidad (“Un imaginario lugar, que refleja la realidad de un país”), dijo con voz grave el maestro de ceremonias. Ambos amigos se vieron atónitos y sorprendidos; el destino, la vida o qué se yo los unía nuevamente en otro de los muchos escalones de su vida profesional, inevitable, ineludible y desafiante, pero que hay cumplir hasta el último día; aquí no hay marcha atrás. Se abrazaron con esa fuerza que da la unión o la actitud compasiva y comprensiva de la desilusión o ambas cosas. No se dijeron nada, sólo se vieron, en una mirada plagada de complicidad, y como único testigo el silencio de ambos.
Pactaron verse en pocas horas. La corrida al alejado Ejido La Realidad salía de la terminal del sur a las once de la noche, un único destino, una sola corrida al día. Quedaba escaso tiempo para despedirse de familia, amigos e indudablemente del pasado, de los amores mefistofélicos, amores fatuos, necios e impredecibles pero en su momento repletos de erotismo y pasión desbordante.
Sin duda, a Noé no sólo lo agobiaba, atosigaba y arrinconaba en el espejo de su pensamiento, la imagen de aquella bella mujer, cuyo nombre de farándula era Gardenia; los momentos, incontables estos, pletóricos de pasión ardiente, sexo insaciable y caricias novedosas que hicieron de su vida de estudiante de Medicina un laberinto de emociones, del que mentalmente a la fecha aún le era imposible encontrar la resolución al acertijo de su vida.
Con un ramo de claveles rojos en mano y la mirada clavada en aquella tumba fría y sombría que guardaba en su interior el cuerpo yerto, los recuerdos pasionales desbordantes y el secreto de su asesino; Noé, con sus ojos humedecidos por ese llanto sublime que acompaña a los amantes y sus amores prohibidos, ojos que no dejaban de mirar el epitafio que el mismo escribiera: “Cada ser y cada cosa en esta vida tiene su tiempo; primero déjame morir en paz, amorcito; y luego regreso para consolarte, vida mía. Te lo juro, mi cielo”. Su mente también era golpeada por el hallazgo fatal de aquella mañana que cambiaría su vida, aquel cuerpo otrora bello y ahora ahí inerme, frió, muerto, cubierto de sangre, su pecho atravesado por el enorme cuchillo, que aun en las más obscuras noches de sus recuerdos, brillaba como afilado rayo de testigo acusador.
Una maleta, vieja y pesada, con herrajes de metal, repleta más de ilusiones que de enseres, escasa ropa y el hábito distintivo y sagrado del médico: dos relucientes batas blancas y almidonadas que lucían sobre la bolsa izquierda a la altura del corazón en un bordado tipo crewel: DR. NOÉ MATA MALACARA, MÉDICO CIRUJANO Y PARTERO PASANTE.
Puntuales a la cita y al destino, Noé y Alberto abordaron la corrida. Ocuparon sus asientos, juntos estos y cada quien se centró en sus pensamientos. Alberto, apasionado a la lectura y a la música, llevaba entre sus cosas su pequeña casetera en la que escuchaba música de Billy Joel, en ese momento “Honesty”, a la vez hojeaba un pequeño libro de Ambrose Bierce.
–¿Qué lees? –le preguntó Noé.
–Algo por demás interesante –contestó Alberto–. Te leeré este pequeño párrafo: “Cuando era joven, y el mundo era justo, amigable y muy amable, había luz en el ambiente, y las aguas eran dulces como la miel/ Los chistes eran graciosos y divertidos, y los políticos tenían honestos principios/ Y sus vidas estaban guiadas por ellos/ Cuando te llegaban las noticias, podías fiarte de su veracidad/ Los hombres no despotricaban, ni vociferaban, y las mujeres por lo general, ni hablaban”.
Vaya incongruencia con la realidad actual, pensaron ambos para sí.
Por su parte, Noé reflexionaba las palabras del médico que fungió como maestro de ceremonias: “Los médicos tenemos vida de gitanos, nacemos en un lugar, estudiamos para llegar a otro sitio, casi siempre desconocido, impredecible; damos en todas nuestras acciones, lo mejor de nuestros conocimientos sin esperar nada a cambio, por el contrario, si aquello se resuelve de la mejor manera, el mérito es de Dios, y si algo falla, nosotros somos los responsables directos; en esto estamos solos, así de caprichosa y exigente es nuestra profesión, pero es precisamente ese desafió cotidiano lo que la hace la profesión más bella; esa profesión que es capaz de desafiar y desesperar a la muerte misma, encarnada en enfermedades raras o circunstancias caprichosas e inverosímiles. Esta es su primera salida en su vida profesional, su primera diáspora de vida, en donde indudablemente estarán solos, sólo con ustedes, sus conocimientos y habilidades. Confío que saldrán victoriosos, pues llevan consigo lo mejor que les han aportado sus maestros, pero su carácter, tenacidad y entereza, eso lo tienen que aportar ustedes”.
Después, el silencio y tras este, el monótono y persistente ruido del motor del autobús. El sueño fue en apariencia breve y sólo los despertó el sonoro grito del cobrador:
–¿Quién baja en La realidad?
–¡Alberto, despierta! Llegamos al lugar –dijo Noé al tiempo que se incorporaba.
– Justo para llegar a la casa de asistencia –dijo Alberto con esa voz ronca que da la modorra o el miedo a la cercana realidad. Miró su reloj–. Son las seis de la mañana, sólo nos queda una hora para asearnos y estar en la unidad a las siete en punto.
– Así es –afirmaron y emprendieron presurosos su marcha.
–¿Tienes el domicilio? –preguntó Noé.
Alberto sacó un arrugado trozo de papel de estraza y leyó “calle Tolerancia # 33 esquina con calle de Buenas Costumbres. La Doña de la casa se llama Gertrudis Virgen”. Ambos médicos se vieron a la cara y rieron al unísono
–Vaya pinche nombrecito, parece personaje de la Tía Tula de Unamuno –rieron a carcajadas y caminaron a toda prisa hasta llegar al domicilio.
Casi al final de la calle, ahí estaba la casa marcada con el número 33, una fachada de la época revolucionaria, puerta de madera curtida por el sol y los años, enmarcada por una loseta que en su tiempo dio lustre, dos ventanas grandes a cada lado resguardadas por herrería vieja y oxidada.
Tocaron a través de la aldaba que colgaba, y nada, no hubo respuesta.
–Insiste –dijo Noé. Alberto aplicó más fuerza. a susodicha, que amenazaba con desprenderse, -
–¡Voy, voy! –sé escuchó a lo lejos una voz femenina y casi al momento rechinaron los viejos y enmohecidos goznes y apareció una mujer añosa, de cara regordeta y piel gruesa, mirada penetrante y nariz aguileña–. ¿Con quién tengo el gusto?
Instintivamente, ambos jóvenes levantaron la mano dispuestos a saludar.
–¡No acostumbro saludar de mano! –dijo enfática y despótica tomando entre sus manos el ennegrecido delantal–. ¿Cuál es su gracia? –insistió.
–¡Somos los médicos pasantes, señora! –respondieron a coro los jóvenes.
Ella soltó sonora carcajada que hizo ver su amarillenta y descuidada dentadura.
–Si se serán brutos –dijo entre dientes–. ¿Cuál es su nombre, jovencitos?
–Noé Mata Malacara.
–Alberto Cabañas Cienfuegos.
–Adelante –dijo fríamente Doña Gertrudis.
Entraron en la vieja casona a través de un amplio pasillo que a pocos pasos se abría en un amplio recibidor y, a cada lado, una puerta a lado de otra, en el centro una fuente cubierta de viejas y abandonadas macetas. Doña Gertrudis abrió primero una puerta y enseguida la otra y dijo enfática:
–Estos son sus cuartos, les diré por única vez las reglas de la casa: el desayuno se sirve a las seis de la mañana, es café con pan y huevos al gusto; al medio día es variable, pueden ser lentejas, frijoles, agua fresca, tortillas de maíz, col guisado, sopa de col, chorizo con huevo, caldo de gallina, sopa de arroz y cuando pagan a tiempo caldo de res; la renta se paga cada quince días; la cena es a las ocho de la noche, a base de café sin leche, pan dulce y nuevamente frijoles. ¡Ah!
Lo más importante: no se admiten visitas de ninguna índole y menos traer mujeres con o sin reputación, pero, sobre todo, respeto a las bellas mujeres que aquí habitamos, ¿entendido?
Noé y Alberto asintieron al tiempo que se disculpaban para arreglarse y llegar oportunamente a la unidad rural. Entraron en sus respectivos cuartos, medio iluminados por una luz mortecina, un ambiente sofocante, pues carecían de ventanas; en una esquina, un pestilente y rígido catre, frente a él, una mesa y a lado, una palangana sobre un tripié, y una jarra con agua que usaron para limpiar su cara, asear su dentadura y mojarse el cabello, y salir a toda prisa de aquella pocilga que sería su morada durante doce meses.
–Mi nombre es Crisóforo Cano, jóvenes, sean bienvenidos, aquí soy el médico encargado de esta unidad rural repleta de enfermos, necesidades y, por si fuera poco, de carencias y pobreza, hambre e ignorancia, además de violencia irracional e injustificada –fue la presentación en la clínica–. Llegué hace treinta años, igual que ustedes, recién graduado, en aquel entonces fuimos cuatro pasantes, con los años, dos de ellos fueron asesinados precisamente en esta sociedad que no garantiza la vida de los médicos; hoy solamente somos dos: mi amigo y compañero el anestesiólogo Elías Vidal y su servidor médico de todo y especialista en nada; ambos igual de achacosos y viejos como nuestros queridos pacientes. Los esperábamos ansiosos, pues en treinta años, nadie había llegado por temor a la violencia y obvio a los míseros y risibles salarios.
Un paseo breve: los reducidos consultorios, la sala de espera, un pequeño quirófano, instrumental quirúrgico añoso y hasta obsoleto, equipo en el que por sus condiciones se apreciaba el uso frecuente; si los instrumentales hablaran, contarían historias por demás desafiantes ante la muerte; una pequeña pero bien surtida biblioteca, repleta de manuales, libros de texto y enciclopedias médicas.
El Dr. Crisóforo, por cierto Cano de apelativo pero Calvo en la realidad, hablaba y hablaba como si en treinta años jamás hubiese hablado con otro colega.
–No hay vacaciones, jóvenes, un día a la semana descanso total, todo el año estarán de guardia, al fondo del pasillo hay un cuarto para ustedes y enfrente, la habitación de las enfermeras que además, para su conocimiento, son comadronas muy experimentadas –hizo énfasis en esto último, como haciendo notar nuestros conocimientos novicios en el área de la obstetricia, lo que era una indudable realidad– Bueno, a trabajar que como pueden ver esto está a reventar.
Nos asignó un consultorio y sin decir ¡agua va!, iniciamos la consulta externa que más que eso parecía eterna: uno tras otro, recién nacidos con cuadros bronquiales, adolescentes con fiebre, diarreas al por mayor, control de embarazadas, uno que otro reumático, sin faltar los depresivos, los enfermos de nada, los hipocondriacos, los que acuden para conocer a los nuevos doctores. Así transcurrieron esos días en aparente calma, abundante y excesivo trabajo; sin embargo, con esa reconfortante retribución de un “Gracias, doctor, que Dios se lo pague”, que deja una grata quietud en el alma de todo galeno.
Como maldición mefistofélica, un buen día todo cambió: nuestra realidad se transformó de forma extrema y radical, semejante a “Gregorio Samsa el día que despertó una mañana después de un sueño intranquilo, convertido en un monstruoso insecto” (como en la novela “Metamorfosis”, de Franz Kafka). Para colmo de males o para aumentar los entuertos, don Crisóforo y don Anastasio se tomaron sus ansiadas e interminables vacaciones; por algo, bien dice Benedetti: “La vida en cada esquina te da retumbos“. En mi pensamiento de médico novicio, ansiaba que se cumpliera la primera frase de “Las intermitencias de la Muerte”, de Saramago, en donde se lee “Al día siguiente no murió nadie”, yo le agregaba ni el siguiente tampoco.
La realidad mostraba que no había más en aquella unidad médica rural, sólo Alberto y Noé, dos recién graduados, en cuya mente circulaba la idea y el deseo de regresar a la universidad y retomar aquello de lo que jamás hicimos caso, en lo que no pusimos atención, que insistían nuestros maestros y que en nuestra mente estudiantil se anidaba la idea de “a mí eso jamás me pasará”.
“Todo lo que tengo lo llevo conmigo”, me decía para mis adentros, como escribió Herta Müller, para calmar mis temores y mi ansiedad, porque los médicos también somos personas, seres con sentimientos, problemas, desencantos, ilusiones, amores fatuos…
Así que me decía con absoluta convicción: si todos los días fueran similares, la vida sería además de monótona, taciturna y hasta mediocre; sin embargo, con desafíos de esa persistente realidad cotidiana, que insiste en alterar nuestros sentidos y sentimientos, es como si esa tenaz e impredecible vida exterior fuese una marioneta caprichosa que aguijonea nuestro ser y nuestra alma, esa alma y ese espíritu de médico, ese es el aliciente cotidiano de la vida del médico, del doctor, con un agudo sentido clínico y una tenacidad inquebrantables.
Así pasaron los días y las semanas, una calma que inquietaba. Noé y Alberto acudían poco a su casa de asistencia, muy apenas en su día de descanso, que aprovechaban para lavar algo de ropa en un viejo lavadero de madera y secar sobre un deshilachado lazo; el resto del día era dormir como contratados.
Doña Gertru, como la llamaban de cariño el resto de sus inquilinos, no mostraba cambio alguno ni de carácter ni de menú; seguía siendo tirana y despótica hacia los jóvenes médicos. No así don Maximino, un hombre ya muy mayor que decía ser vendedor de lavadoras y a quién doña Gertru le tiraba el ojo y todo aquello que puede tirársele a un hombre en afán de conquista
–Don Max por aquí, don Max por allá. ¡Pinche vieja aduladora! ¡Lo que tiene de buscona, lo tiene de tacaña!, pero bueno a todos en esta vida se nos llega a ofrecer –decían entre sí ambos médicos y reían a carcajadas.
–Lo único bueno que tiene esta bruja es su sobrina, la maestrita –le dijo Alberto a Noé con una mirada suspicaz. –¿La has visto?
–Aquí en casa sólo una vez, yo llegaba y ella salía –contestó Noé con sencillez–, pero la ventana de mi consultorio da al patío de la escuela y en varias oportunidades la he visto, es guapa indudablemente –habló extrema seriedad como no queriendo tocar ese tema, que le traía escabrosos recuerdos.
La calma se fue y la desventura llegó, y de peso completo. Cierta tarde, estando ambos de guardia, leyendo plácidamente en la pequeña biblioteca, llamaron a la puerta insistentemente
–¡Doctores, doctorcitos! –gritaban con angustia extrema. La voz era inconfundible, una de las parteras.
Ambos se vieron a la cara como presagiando tempestad. Al salir, la partera les gritó a bocajarro:
–¡Su casera se muere! ¡Se nos va doña Gertru!, por favor ayúdenla, está en el cuarto de urgencias, la trajo su sobrinita, la maestra Rosita.
Noé y Alberto corrieron como si hubiesen escuchado que la enferma era su propia madre. Doña Gertru estaba inconsciente, con una respiración estertorosa, hiperventilando, el cuerpo suelto; la revisaron de forma exhaustiva, preguntaron de forma atropellada a Rosita si la tía padecía de algo. Ella les dijo que meses atrás le habían diagnosticado diabetes.
Pidieron a la enfermera que la canalizara. Recordaron en ese momento sus clases de Medicina Interna y Neurología y, una vez explorado, concluyeron que se trataba de un coma diabético.
Una vez tratada, doña Gertru recobró el sentido y lo primero que vio fue a sus dos inquilinos, a quienes reiteradas veces había tratado con desprecio.
–Gracias a Dios estoy viva –fue su primera expresión; ambos médicos sólo movieron su cabeza y se alejaron a continuar con sus labores. La sobrina le explicó a detalle los acontecimientos y, por su parte, doña Gertru cambió su carácter y sus atenciones; hubo más cortesía, mejoró el menú y hasta mostró preocupación por ambos jóvenes. Tan así, que de vez en cuando les enviaba a la unidad unos modestos pero apetitosos lonches. Por supuesto, quien los llevaba abrazados a su pecho era la propia Rosita.
La humildad y la pobreza no están en pleito con el agradecimiento. A diario les llevaban tamalitos, buñuelos, dulces de guayaba y una que otra botella de aguardiente. Los médicos se habían posesionado de la plaza, y su fama corrió por el resto de los ejidos, la demanda y las urgencias aumentaron; atendieron partos gemelares, podálicos, fracturas de huesos pequeños y largos; las deficiencias cardiacas en todas sus modalidades y hasta una que otra enfermedad rara.
A finales de agosto, después de semanas de intensa y pertinaz lluvia, muy de madrugada, con un frio más que desgarrador, tocaron de manera desesperada a la puerta del dormitorio.
–¡Doctores, despierten, por favor!
Somnolientos y aún fatigados de un extenuante día de innumerables consultas, Noé entre abrió la puerta.
–¿Qué pasa? – preguntó.
–Se muere el bebe –dijo la enfermera entre gritos y sollozos–. Chona no puede sacarlo, vengan rápido, por favor.
Sin pensarlo, ambos aún en ropa de dormir corrieron al cuarto de partos. Ahí estaba una mujer jadeante, con una palidez extrema y la fatiga de un parto prolongado.
–¿Qué pasa Chona? –preguntó Alberto.
–¡Doctorcito, se me muere el niño, ayúdeme, por favor!
Cuando alguien, que es experto en algo y sabe su oficio, pide ayuda significa, en medicina, que algo grave está pasando y no queda más que actuar, ayudar al colega, pues a todos un buen día se nos ofrece.
Con esa seguridad que da la experiencia, la mayoría de las veces adquirida de forma por demás rápida, Noé pidió unos guantes, calmadamente, se sentó frente a la paciente y comenzó a explorarla de forma gentil.
–Tiene una desproporción céfalo pélvica, tenemos que operarla, el bebé tiene sufrimiento fetal –Noé y Alberto se miraron, sólo habían participado como ayudantes en cesáreas en su etapa de formación–. Preparen todo y pasen a la mujer al quirófano, vamos a operarla, de la contrario perderemos al bebe y a la madre.
El médico piensa y actúa con rapidez, hay situaciones cuya diferencia en el tiempo de actuar hace la misma entre la vida y la muerte, así de simple. Cuando eres pasante o aun de médico viejo y experimentado, cada paciente, cada diagnóstico constituyen un proceso mental cuyo resultado final te llena de satisfacción o te condena.
Después de largos minutos que se hicieron eternos, de sudores por todos lados, pero seguros de que lo que hacían era lo correcto, se escuchó el grito sonoro de un nuevo ser que lloraba a todo pulmón, como exigiendo su espacio.
No sólo los dos amigos habían salvado dos vidas, ahora tenían el propio reconocimiento de las parteras, pero sobre todo habían sacado de sí mismos lo que todo médico en situaciones críticas aporta: el carácter inquebrantable y la voluntad de servir a sus hermanos (as), sin importar raza, color, sexo o religión.
Ambos amigos más que exhaustos se dejaron caer sobre un viejo sofá de la sala de espera.
–Gracias a Dios todo salió bien, ¿verdad, doctorcito?
–Claro que si, pues “En el bien fincamos el saber”.