El mango de Vasconcelos
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El mango de Vasconcelos
“Cada hombre lleva consigo un resplandor”, decía don Andrés Henestrosa. Pues bien: el resplandor que llevaba aquel extraño hombre llamado José Vasconcelos cegaba a muchos y les impedía ver que era sencillamente un ser humano.
Mauricio Magdaleno, el novelista autor de “Cabellos de elote”, “Las palabras perdidas” y otras obras de mucho mérito y valor, recordaba cómo su padre fue a solicitarle a Vasconcelos, rector de la Universidad, que lo admitiera a él en la Escuela Nacional Preparatoria y le condonara la cuota que debía pagar por su inscripción, pues la familia carecía de medios para hacer ese pago.
El señor Magdaleno era amigo de Obregón, y le pidió a ese poderoso político que le diera una carta de recomendación para el Rector. Seguramente Vasconcelos, al ver aquella carta, le daría un trato privilegiado, excepcional. Para su sorpresa no sucedió así. Cuando Magdaleno llegó a las oficinas de la Universidad el Rector estaba atendiendo a puertas abiertas. Una larga fila de solicitantes se había formado frente a su oficina. Magdaleno, seguro de ser recibido antes que nadie, dio a un ujier la carta de Obregón y le pidió que la hiciera llegar a Vasconcelos. El señor Magdaleno pudo ver cómo el ujier ponía la carta en manos del Rector. La leyó
Vasconcelos y la devolvió al conserje. Volvió el empleado a donde estaba Magdaleno y le dijo:
-Le ruega el señor Rector que se forme en la fila con los demás. Muchos llegaron antes que usted, y debe atenderlos primero.
Cuando le llegó el turno Magdaleno empezó por decir a Vasconcelos que era viejo amigo de Obregón.
-Por favor -lo interrumpió el oaxaqueño-. Exponga con brevedad su caso. La gente está esperando.
-Señor licenciado -dijo Magdaleno algo cortado, pues debía hablar frente a los demás-. Quiero que mi hijo estudie la Preparatoria y no tengo dinero para pagar la cuota de inscripción.
Se volvió Vasconcelos a una secretaria que tomaba nota de sus acuerdos.
-Exento -le dictó.
El asunto estaba arreglado. Sin transición dijo el Rector:
-El que sigue.
Los jóvenes habían hecho un ídolo de Vasconcelos, y eso que “El Maestro de América” trataba a todos sin complacencias ni tolerancias. Por eso Mauricio Magdaleno, aquel joven muchacho, casi niño, a quien el Rector condonó la cuota de inscripción, recibió una ingrata impresión de un suceso baladí:
“...Dos años después -ya era Vasconcelos Secretario de Educación Pública y su nombre volaba en alas de la fama- lo encontré (yo iba con tres o cuatro amigos) viniendo en dirección contraria a la nuestra por una acera de la calle Venezuela, casi frente a la casa de Mario Escobar. Engullía un mango y hablaba y reía animadamente con dos prominentes señores que lo acompañaban. Alguien dijo: ‘Es Vasconcelos’, y su gloria se me vino al suelo. No era posible que tan grande hombre anduviese por la calle devorando un mango y ensuciándose groseramente las manos y la boca...”.
Lo dicho: los grandes hombres no pueden comer mangos, y menos en la calle. Es malo eso de ser ídolo.