El Mal “Hyde”

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El Mal “Hyde”

Desde tiempos inmemoriales la humanidad ha creído en la existencia del Mal. En este momento sería ocioso consultar los diccionarios para comprender el profundo significado de ese monosílabo que tantos desastres ha provocado en el ámbito social y en el individual.

Pero ¿qué es el Mal? ¿De verdad existe? ¿No quedamos en que el universo es indiferente y sólo se dedica a permanecer? ¿Hay algo tras el Mal? ¿Qué? ¿Quién? Desde la Antigüedad el hombre identificó las fuerzas malignas con animales monstruosos, entes seductores o sinos trágicos marcados por la desdicha.

En la Biblia hay una serpiente “responsable” de nuestra culpa. En los poetas trágicos griegos siempre hay un hecho maligno que desencadena la catástrofe y posteriormente restablece el equilibrio: “a toda hybris su némesis”.

En la Biblia misma –y en “El Paraíso Perdido”, de Milton- tenemos antecedentes de lo que sucedió en los ámbitos celestes: Lucifer fue un ángel rebelde, al parecer envidioso de la creación de Yahavé, que desafió el poder de la Divinidad; él y sus huestes fueron castigados y lanzados al inframundo.

Según algunas corrientes -¿o sectas?-, Lucifer y todos los demonios disputan su creación al Gran Arquitecto desde los orígenes. El Bien estaría representado por Yahavé, sus ángeles, sus arcángeles y la figura protagónica del cristianismo: Jesús, el Cristo, el Salvador de la humanidad. El Mal estaría encarnado, evidentemente, por Lucifer, Satanás, el Diablo y otras representaciones de la perversidad.

Pero la vida no es precisamente un melodrama en el que los personajes están perfectamente definidos. Esto no es, aunque lo parezca, la historia de “La Dama de las Camelias”.

Somos seres complejos, compuestos, multiformes: no hay ciencia exacta que defina con absoluta exactitud la configuración psicológica, fisiológica, anatómica, anímica, emotiva y digamos espiritual de los seres humanos.

Nadie es un Scrooge puro o una Cenicienta prístina. Por esta razón, la psicología seguirá siendo una ciencia condenada a explorar entre tinieblas y dando palos de ciego. Un muchacho lindo y carismático puede ser un tipo cruel; una chica aparentemente inocente y hermosa es, en el fondo, una arpía. O, en cualquier caso, somos “buenos” y “malos” según nuestra constitución psicológica, según las circunstancias y acaso según nuestro ADN.

Acabo de echar un vistazo rápido a “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde”, de Robert Louis Stevenson, a quien tanto admiró Borges. He corroborado que este tipo de obras son, en última instancia, “teológicas”, como alguna vez lo he dicho. “Góticas”, sí, en el plano de la taxonomía crítica y escolar -“El castillo de Otranto”, de Horace Walpole; “El Monje”, de Matthew Lewis; las narraciones de Edgar Allan Poe y muchas ramificaciones, como la novela negra, la ciencia ficción y la fantasía heroica- pero tales etiquetas apenas nos dicen algo.

El horror, el terror, la pavorosa angustia no son sólo elementos de entretenimiento para la literatura, el cine, el teatro y otras artes: representan lo que a través de los siglos ha recorrido, éste sí como un fantasma, la historia de la humanidad: el Mal. Y ante él hay que adoptar una actitud escatológica, es decir, observarlo como una entidad original, primigenia, “divina” –o “antidivina”.

¿El Mal es algo corpóreo, tangible? No. El Mal adopta la forma de cualquier receptáculo, es proteico. Puede ser hermoso y encantador, como Dorian Gray, o repulsivo, como esos personajes dotados de escamas y branquias que supone H. P. Lovecraft. Digamos que el Mal se ha manifestado a través del tiempo gracias a los cuerpos materiales de muchos seres humanos, sin que importe su género, edad, color de piel, religión, etc. ¿Es así de verdad? Porque pareciera que hablamos de una novela de Dan Brown…

En “El Dr. Jekyll y Mr. Hyde”, Stevenson dibuja a Hyde –mejor dicho: no lo dibuja- a través del señor Enfield, uno de sus personajes, que conversa con otro: “No es fácil describirle.

En su aspecto hay algo equívoco, desagradable, decididamente detestable. Nunca he visto a nadie despertar tanta repugnancia y, sin embargo, no sabría decirte la razón. Debe de tener alguna deformidad. Ésa es la impresión que produce, aunque no puedo decir concretamente por qué. Su aspecto es realmente extraordinario y, sin embargo, no podría mencionar un solo detalle fuera de lo normal. No, me es imposible. No puedo describirle”.

Al hablar de Mr. Hyde, otros personajes de la novela lo describen de manera similar: hay rasgos en él que producen repulsión y que evocan algo monstruoso, tanto como el tumefacto retrato de Dorian Gray antes de que éste apuñalara al lienzo. Recordemos que fonéticamente “Hyde” se pronuncia de igual manera que el verbo “to hide”: “esconder”, lo que resulta bastante sugestivo, especialmente cuando leemos el último capítulo del relato, que es una carta del Dr. Jekyll:

“…El hombre no es unidad, sino dualidad. Y digo sólo dualidad, porque mi conocimiento no ha dado un paso adelante para descubrir nuevas divisiones; pero los que vengan atrás encontrarán hechos que yo no he podido analizar, y continuando el camino de mis investigaciones, descubrirán acaso que el hombre no es un individuo, sino una república habitada por ciudadanos múltiples e incongruentes…”

La ciencia como recurso estético del horror, y por lo tanto, del Mal, como en “Frankenstein”. En cualquier caso, el Mal, en un empaque hermoso o repulsivo, pero siempre ahí. Más allá de él, el Origen, acaso el Destino. Y finalmente, Dios, el Creador de todo esto. Para un ateo, ¿cuál es el origen del Mal? ¿Un endémico trastorno bioquímico?