El libro que nadie lee
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El libro que nadie lee
Durante el curso de la vida de Nicolás Copérnico, científico del cual ayer se celebraron 543 de su nacimiento, el continente europeo se revolvía empujado por las fuerzas del cambio que llevaron a la concepción de un mundo que jamás volvería a ser el mismo. Cristóbal Colón descubría sin querer uno nuevo, Martín Lutero desafiaba al Papa León X con la reforma protestante y Miguel Ángel pintaba el techo de la Capilla Sixtina. Copérnico contribuyó a esta misma efervescencia con el manifiesto de una revolución científica.
Se trataba de la audaz tesis que, en esencia, desplazaba a la Tierra como centro del universo, un acto de desafío abierto a la Biblia, la iglesia y las teorías de Aristóteles y Ptolomeo, cuyas concepciones del modelo geocentrista con un mundo estático y centro del universo, eran aceptadas por la iglesia y la comunidad científica.
Pero Copérnico, un hombre de raíces profundamente cristianas, tenía temor de causar una controversia pues su idea del heliocentrismo se oponía a siglos de dogmas. Por eso se resistió por mucho tiempo a publicar su tesis, hasta que su discípulo George Joachim Rheticus, profesor de matemáticas en Wittenberg, Alemania, lo convenció de publicar lo que sería un libro que ocupa un lugar definitivo en la ciencia: ‘‘De Revolutionibus Orbium Coelestium Libri Sex’’ o “Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes”.
Se trató, como su título lo señala, de una revolución en la cosmología colocando al inmóvil Sol cerca del centro de la órbita de la Tierra, hecho que entraba en conflicto con los pasajes bíblicos que hablan claramente del Sol, del movimiento y de una tierra estática. Copérnico mostró cómo determinar no solo el orden de los planetas, sino también el tamaño relativo de sus órbitas y que el esquema tradicional centrado en la Tierra era imposible.
Un siglo después en 1633, Galileo Galilei publicó “Diálogo Acerca de los Dos Sistemas Principales del Mundo” y la inquisición católica lo acusó entonces de la herejía de ofender a la fe diciendo que la Tierra gira alrededor del Sol, que tenía rotación diaria y que no era el centro del universo. Pero ante la amenaza de ser achicharrado en la hoguera, Galileo se retractó y dijo: “Hoy ante este Santo Oficio, abjuro los susodichos errores y herejías”.
Algo similar ocurrió con Darwin, que se pensó hasta el último momento para publicar su libro “El origen de las especies”.
Copérnico tuvo y ha tenido sus detractores, y algunos de ellos afirmaron años y siglos después, que la teoría del heliocentrismo no fue una revolución en la cosmología, sino simplemente un cálculo matemático conveniente.
Estudiosos han dicho que el libro y sus teorías pasaron inadvertidas por otros astrónomos y figuras destacadas de su tiempo y que la obra en realidad pasó de noche.
Owen Gingerich, autor de la obra “El libro que nadie lee”, es profesor emérito de astronomía e historia de la ciencia en la Universidad de Harvard. Se trata de una autoridad indiscutible en el tema y quién por tres décadas se embarcó en una búsqueda épica para revisar todas las copias existentes de la primera y segunda edición, y concluyó que la obra de Copérnico fue tan inspiradora como revolucionaria pero que el impacto fue menor, aunque sí sirvió para que, más tarde, Galileo y Kepler pusieran los cimientos de la astronomía moderna. Asegura incluso que Copérnico no tuvo el impacto que hoy se le da y que si no hubo persecución de la iglesia en su contra, es porque nadie leyó el libro; vamos, que en resumen, en ese tiempo nadie se enteró de su teoría.
Fe de erratas
Víctima de las prisas y de los inmisericordes tiempos de cierre de edición, en mi artículo del martes pasado que se tituló “¡Eureka!”, cometí un error involuntario pero lamentable. Al comentar sobre el reciente descubrimiento de las ondas gravitacionales, escribí que un año luz es una medida de tiempo y no de distancia. Nada más equivocado que esto y, como dice un clásico, “lo que quise decir” es que un año luz es una unidad de longitud que se utiliza para medir la distancia que esta recorre en un año. Agradezco a mi compañero de páginas, Carlos Arredondo, que me haya señalado este descuido y habré de pagar con enorme gusto esta afrenta a la ciencia con un desayuno con mi admirado Carlos.
@marcosduranf