El ignaro
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El ignaro
Mi querido Xorge: disculpa que no te haya escrito antes. A estas alturas tecnológicas, no logro escamotear tiempo al tiempo y escribir una carta de papel –una “carta analógica”- como las de antes. Me he vuelto un esclavo más de la comunicación instantánea que brindan las llamadas “redes sociales”, tan prácticas como riesgosas.
Me dijiste antes que debería ocuparme de los sucesos políticos y sociales, de la alarmante violencia que parece arrastrar a nuestro país hacia un inevitable despeñadero. Me dijiste que debería comprometerme mucho más con lo que sucede en otros ámbitos de la vida en México y no sólo en el la cultura y el arte.
¿Y sabes? Estoy de acuerdo contigo. Estoy completamente de acuerdo. Y debo decirte que dudo mucho al respecto. Como casi todo el mundo, tengo mis opiniones; como todo el mundo, me siento acribillado cada día por noticias atroces, por el cinismo de la impunidad que asola nuestro país y por la vorágine de estafas, engaños y demagogia que reina en este páramo social dejado de la mano de la decepcionada equidad.
Hace pocos días vi algo que me conmovió hasta las lágrimas. En una Central de Autobuses de una gran ciudad una mujer se había desvanecido en el asiento en que esperaba la hora de la llegada de su autobús. Unos paramédicos de la Cruz Roja la atendían revisando sus signos vitales. Minutos más tarde, vi cómo la mujer era llevada a toda prisa hacia el exterior acostada sobre una camilla que empujaban los paramédicos.
Era obvia la humilde condición de aquella paciente. Me estremeció la idea de verme en circunstancias similares. Ella estaba ajena de sí, desmayada, casi tumbada sobre aquel asiento, a expensas de lo que esos hombres dispusieran. Alguien había llamado a la Cruz Roja y una de sus ambulancias acudió para atender a la mujer desvalida.
Abordé mi autobús pensando en lo que sería de ella. ¿Quién estaría a su lado más tarde, en el centro médico? ¿De dónde venía y adónde iba? ¿Qué le había sucedido? ¿Qué hacer en una ciudad tan grande como aquella?
En el colmo del egoísmo, pensé en lo que pasaría si yo fuese aquella persona. Pensé en la vulnerabilidad, en la fragilidad de la vida humana. Estar consciente es ser alguien; no estarlo es escapar, por alguna razón, de esa ominosa responsabilidad. –En este contexto, “ser alguien” no tiene el mismo sentido que la sociedad da a esa frase en el sistema de castas que seguimos sufriendo en México, a pesar de todo lo que los politólogos, los sociólogos y demás expertos digan sobre “la democracia” y “la movilidad social” de las que, hipotéticamente, goza nuestro país. ¿Qué es hoy, según el mito educativo institucional, “ser alguien” en la vida?
La gente económicamente encumbrada no aborda, por supuesto, autobuses públicos: posee varios automóviles de última generación y choferes y hospitales absurdamente caros; habita mansiones que nada tienen que ver con las casitas de Infonavit, o peor, con los habitáculos de cartón y desechos en los que sobreviven los de más abajo.
No pude evitar, digo, la líquida tristeza que mojó mi boleto de abordaje. Pensé en mí mismo, sí, pero también pensé en las personas que amo y en el sufrimiento tenaz de muchos, muchísimos que tienen que enfrentar cada jornada como un combate a brazo partido para ganar menos de lo indispensable, mientras otros cuantos viven como lo que son: grandes magnates a quienes resultan indiferentes el dolor y las necesidades de millones de “compatriotas”.
Sólo en los programas de Televisa o de TV Azteca el pueblo de México puede ver el interior de los palacetes que habitan estos especímenes y, entre otros alardes, los exclusivos y onerosos colegios donde estudian sus vástagos. “La Rosa de Guadalupe” y “Lo que dice el Dicho” son ventanas por donde los pobres y la triste clase media asoman sus narices al “gran mundo”. Eso parece consolarlos: “If I were a rich man…”. La televisión comercial cumple así uno de sus obvios propósitos: alienar.
Pero no soy un analista político, ni un economista, ni un sociólogo. No poseo la sagacidad ni la preparación de un verdadero conocedor de los intríngulis políticos que se mueven en esas esferas y que, por cierto, nada tienen de musicales. Ignoro los tratos oscuros, los pactos clandestinos que se fraguan en los subterráneos del poder “oficial” o fáctico. Y debo confesar que una cosa es leer filosofía política y muy otra es enfrentarse al maremágnum del mundo real y matérico de un país como México, más surrealista y lóbrego de lo que André Breton sospechó.
Sabes, querido Xorge, que las artes y el conocimiento han devorado mi vida desde la infancia sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Sé lo que podrías decir ante esto, pero no: no entro en el juego del “arte por el arte” o del “arte puro”. ¿El arte y el conocimiento están “comprometidos”? Claro que sí, pero de ninguna manera con una ideología en particular. Los únicos compromisos ante los cuales el arte y el conocimiento pueden rendirse no son otros que la libertad y la justicia. ¿O vas a decirme que necesito ser “realista socialista” para considerarme alguien “comprometido”? ¿O plegarme ante cualquier “führer” de pacotilla que expulsa de su reino lo que llamó “arte degenerado” porque contravenía sus intereses de manipulación pura sangre?
Por desgracia, la poesía y el arte no transforman a la sociedad. Pero nos enseñan mucho acerca de la dinámica de su funcionamiento. A veces, mucho más que un tratado de filosofía o de antropología. El conocimiento, el arte y la ciencia poseen una ética a la que no siempre se ha respondido como se debiera. Sólo hay que entrar un poco en su historia –leyendo entre líneas, claro- para darse cuenta de que el arte mismo, la ciencia y hasta la poesía, han pretendido ser manipulados –a veces con éxito- por el Poder, del pelaje o color que éste sea.
Observando torpemente la vida y leyendo con pocas luces a autores de muy distintas disciplinas, he acabado por atisbar, tardía y acaso de manera errática, el sentido de las sociedades; y por extensión, aquello que muy remotamente supongo que es México. Por eso no creo en nacionalismos –ni en regionalismos- fantasmagóricos y más bien abstractos. ¿De qué nacionalismo hablamos cuando este país, por ejemplo, ha sido desgarrado, desmembrado y jodido hasta la humillación y la burla? ¿Qué seres decimonónicos se inspiraron en los románticos alemanes para hablar aquí de un “nacionalismo” que “une a todos en un mismo “weltanschauung” [visión del mundo] y en una identidad compacta”?
¿Cómo creer en una “política mexicana” cuando muchos de sus adalides –sus secuaces y subalternos- se han encargado de minar, saquear y llevar a este quejumbroso país al punto del desmoronamiento? Pero no puedo engañarme: carezco de la pericia, el conocimiento y la vocación necesarios para ser un comentarista de esa índole. Me aburre la política aunque la historia me apasiona. Extraña contradicción, ¿no te parece? Pero es así.
Sé que hay mucho por decir y discutir, pero aquí cierro mis labios de tinta informática… (Que ni siquiera debí abrir). Hasta pronto, querido.