El Godoy, evocación de un simpático personaje saltillero

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El Godoy, evocación de un simpático personaje saltillero

Alfredo de la Peña, se llamaba, y le decían El Godoy, apodo cuya causa u origen nunca he podido averiguar. Quienes lo conocieron dicen que era hombre ingeniosísimo, dueño de un jubiloso sentido de la vida. Si hubiera sido filósofo seguramente habría profesado la doctrina de los epicureístas, sabios señores que decían que no venimos a este mundo a sufrir penalidades y trabajos, sino a gozar los días que los dioses nos quieran conceder.

Las anécdotas que se cuentan del Godoy son incontables. Y, algunas de ellas, incontables. Recuerdo sabrosas pláticas de sobremesa en las que mi papá y mis tíos se alternaban en la narración de los hechos y dichos de aquel gracioso señor cuyas opiniones, respuestas y genialidades andaban en boca de la gente como relatos de leyenda.

Este suceso de él oí contar. En cierta ocasión andaba el Godoy algo escaso de fondos. Traía la barba crecida ya, y fue a una peluquería donde lo conocían bien, a fin de que lo rasuraran.

-Quiero una rasurada muy especial -dijo al barbero.

Le preguntó el fígaro:

-¿Cómo la quieres?

-Fiada -le contestó el Godoy con ejemplar franqueza y laconismo.

El peluquero, después de oponer cierta resistencia, cedió a la demanda y aceptó rasurar a crédito al Godoy. No sacó, sin embargo, la navaja buena, la de finísima hoja de rasante filo que se sentía como una caricia, navaja que reservaba para los mejores clientes. La rasurada que iba a hacer era fiada, de  modo que sacó una navaja vieja, desgastada, llena de mellas, más torva  que cuchillo de jifero o matador de rastro. Sin asentarla siquiera en la badana empezó a tusar con ella la tupida barba del Godoy.

Mientras tal hacía, el barbero empezó a hacerle plática al Godoy, a hablarle de los tópicos de moda en la ciudad. En la casa vecina un perro estaba aullando con gemidos lastimeros. El Godoy, tomando en cuenta que la rasura era fiada, oía pacientemente al peluquero, en tanto la feroz navaja lo laceraba sin piedad hasta el punto de sacarle sangre, que el rapabarbas contenía con una piedra especial que tenía a la mano para tal efecto. Y seguía hable y hable el peluquero, y seguía aúlle y aúlle el perro del vecino.

Se prolongaba el martirio del Godoy. El lacerado apretaba los dientes nada más y se sometía sin decir nada a aquella tortura de la Inquisición. Los aullidos del perro continuaban.

-¡Carajo! -se desesperó de pronto el peluquero-. ¿Por qué aullará así ese maldito perro? ¿Qué le estarán haciendo?

Respondió presto el Godoy:

-Seguramente lo están rasurando al fiado.