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El estilita
“Estilita” escribí, que no “estilista”. Un estilista es aquel que cuida el estilo, es decir la forma. En el boxeo se dice que un peleador es estilista cuando muestra elegancia en el arte de la defensa y el ataque. Lo opuesto de estilista es “ponchador”. Ese adjetivo se aplica al púgil que no se cuida de las formas, sino tan solo de aniquilar a su rival en cualquier modo. Raúl “El Ratón” Macías era un estilista; “El Púas” Olivares fue un ponchador. El mismo criterio se aplica a la literatura. En este caso Góngora, Flaubert y Darío serían estilistas; Quevedo, Zola y Díaz Mirón serían ponchadores. Actualmente un estilista es alguien que peina a los demás.
Cosa muy diferente de un estilista es un estilita. Estilistas hay muchos; estilitas nomás conozco uno. Es San Simeón, llamado precisamente “El Estilita”. Ese santo varón nació en 387, o sea hace un chingo de años. La Iglesia lo considera flor de santidad, pero en mi humilde opinión el hombre más bien estaba loco de atar. La santidad y la locura andan tan cerca una de la otra que a veces no es fácil distinguir entre una y otra. Simeón era árabe, y pastor. Quizá los ardientes soles del desierto arábigo le secaron la sesera; el caso es que siempre andaba haciendo pendejadas. Entró de novicio en un convento. La aspérrima regla de la orden le pareció a él laxa, relajada. Entones cavó un pozo en la huerta del convento y se enterró en él hasta la cintura. Ahí se estuvo dos años, háganme ustedes el refabrón cavor. Quién sabe cómo le haría para desahogar ciertas cosas de la cintura para abajo que se deben hacer por fuerza al aire libre. Eso la Iglesia no lo explica.
Los monjes, hartos de sus extravagancias, lo expulsaron de la comunidad. En eso anduvieron atinados, pues las locuras de Simeón atraían a cantidad de turistas, y los frailes habían perdido la tranquilidad. Le pidieron que se fuera con su pozo –quiero decir con el que había cavado- a otra parte. Simeón anduvo errante algunos años. Comía solamente los domingos, y muy poco: su yantar de toda la semana -pan mojado en aceite- ocupaba el mismo espacio que un huevo de gallina.
La gente iba a mirarlo en su retiro. Él levantó cuatro paredes de piedra y luego se metió entre ellas a fin de que el respetable no lo molestara. Pero los curiosos trepaban por los muros y lo atisbaban a través de agujeros que hacían en el techo. Entonces Simeón huyó. Fue a dar a una aldea llamada Tel-Neshín. Ahí tuvo su mayor ocurrencia, la más peregrina y de más fama. Hizo levantar una columna en el centro de la plaza y luego subió a ella para que no lo pudiera alcanzar el roce humano.
Al paso del tiempo iba elevando su columna: la primera tuvo 6 metros de altura; la última alcanzaba 15. En ella duró 37 años. Cuando trepó al pedestal tenía 35 de edad. Un día del año 459 amaneció muerto. La gente bajó su cuerpo de la columna y lo llevó en cortejo hasta su sepultura. Narró un cronista: “Por el camino los sacerdotes iban quemando incienso y otras sustancias odoríferas”. Me lo explico: no quiero ni pensar a qué olería aquel santo varón.
Luis Buñuel hizo una película inspirada en la vida de este hombre singular. Se llama “Simón del desierto”, con Claudio Brook, si la memoria no me engaña, en el papel central. Lo mejor del filme es Silvia Pinal, entonces muy joven. En una de las escenas capitales la actriz deja ver en todo su esplendor y esplendidez su espléndido tetamen; ubérrimo, munífico, ebúrneo y -sobre todo- natural, no como los que ahora se fabrican.
La Iglesia dice que muchos hombres están en el infierno por haberse apartado de Dios. Yo, algo herético, me atrevo a aventurar que Simeón está en el infierno por haberse apartado de los hombres.