El embrujo de Brujas

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El embrujo de Brujas

Brujas siente la nostalgia del mar que la dejó. Se fue apagando esa bellísima ciudad, gran urbe del medioevo, y llegó a ser como un fantasma que sólo convocaba a escritores y artistas. En la quietud de sus calles, de sus canales, de sus iglesias, claustros y beaterios, Brujas se recogió sobre sí misma y se durmió en un sueño de siglos.

El siglo veinte la descubrió otra vez. Miró primero el lujo de sus encajes, primorosas maravillas salidas de manos de mujer. Es posible ver todavía a esas pálidas damas enlutadas que en la puerta de sus pequeñas casas, a la incierta luz del día neblinoso, van dando forma sobre sus almohadillas a filigranas que se dirían tejidas con los hilos del viento.

Luego llegó el turismo. Los literatos -Ganivet y Rodenbach-; los pintores -Seghers, Van Orley, Quellyn-, se encargaron de revelar al mundo la existencia de esa ciudad flamenca que alguna vez brilló con el oro de María de Borgoña y de Maximiliano, donde pintaron sus cuadros aquellos flamencos primitivos que, dijo alguien, cuando pintaban hacían oración.

Brujas tiene sonidos que no oye el viajero en otra parte. Lo recibe el tañer de sus campanas, a cada paso repetido. Brujas es un continuo concierto de campanas. El otro ruido es el que hacen los cascos de los grandes caballos que tiran de los carruajes donde pasean los turistas. Sones del cielo y ruidos de la tierra que se acompasan igual que la oración de los antiguos templos y los pregones de las modernas calles.

Los canales de Brujas se adornan con la blancura de los cisnes. Pasan lentos, ingrávidos, sobre las aguas oscuras y dormidas. Cada año los vecinos pagan un pequeño tributo para el sostenimiento de esos cisnes. No lo hacen por virtud de una ordenanza municipal, sino por fuerza de una leyenda más fuerte que todos los decretos. Sucede que en una de tantas guerras que libraba Flandes fue condenado a muerte un noble a quien se acusaba de traición. El cargo era falso: injustamente el hombre fue muerto en el patíbulo. Sobre la puerta de su castillo había un blasón tallado en piedra en el que lucían, aves heráldicas, dos cisnes. Alguien se percató de que los cisnes habían desaparecido del escudo. Ese mismo día los dos aparecieron en los canales, silenciosos y graves como un remordimiento, con su callado reproche para todos. La ciudad, entonces, avergonzada y conmovida, se condenó a sí misma a mantener para siempre a aquellos cisnes. A los ojos de los turistas son gracia pasajera; para los habitantes de Brujas son eterna penitencia y expiación.

El apego a esas tradiciones hace que una ciudad tenga raíces. Las de Brujas son raíces de eternidad lo mismo en la alta y negra Torre del Mercado que en el ensoñador Minnewater; igual en el Hospicio de San Juan, donde vivió Hans Memling, que en la Basílica de la Santa Sangre, relicario con dos gotas de la preciosa sangre de Nuestro Señor traídas por Thierry d’Alsace desde Jerusalén.

El viajero fue a Brujas. Ahí su fe en lo eterno se fortaleció. Tiene ahora la fuerza de aquellos tenues hilos con que las hilanderas labran sus encajes de siglos.