El Embaucador
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El Embaucador
Ante ciertos fenómenos artísticos una pregunta que acaba siendo ineludible es ésta: ¿hay una “ética del arte”? En su Prefacio al “Retrato de Dorian Gray”, Oscar Wilde escribe de manera tajante: “No existen libros morales o inmorales”. Y añade otro aforismo: “Un libro está bien o mal escrito. Eso es todo”.
Pero, ¿es eso realmente todo? ¿Podemos leer las palabras de Wilde textualmente? Creo que no: hay que advertir las circunstancias en que ese Prefacio fue escrito. Recordemos un poco: Wilde empezaba a sufrir las consecuencias y la secreta persecución que su doble vida le había acarreado en una sociedad victoriana que dejó de considerar a la homosexualidad como una enfermedad mental y como un crimen hasta, apenas, léase bien, el año de 1970, es decir, después de la llegada del hombre a la Luna.
En ese Prefacio Wilde se justificaba por adelantado con frases riesgosamente pirotécnicas que acusaban el influjo de Morris, Ruskin, Pater y, en suma, del movimiento prerrafaelista del que se apropió para abrirse camino en un Londres de mediados del siglo 19. Tales frases aforísticas y muchos fragmentos de la novela serían leídos en voz alta e inquisitivamente durante sus juicios.
Pero quizás he echado mano de un ejemplo demasiado elevado y en verdad brillante cuando lo que deseo es referirme a la “ética del arte” en México, y particularmente, en Coahuila. ¿Nos hemos detenido un poco a pensar en esto entre nosotros? No se trata de izar banderas de estorbosa moralina, censura e hipocresía: se trata de pensar (en) lo que hacemos.
Por el momento el tema no es la ética de “los políticos” o de “los funcionarios”, sino el de los productores de arte. Y acaso lo primero que deberíamos preguntarnos, sí, una vez más, es qué es la ética y cómo ésta permea el quehacer artístico. No nos vendría mal revisar el sentido de esta rama de la filosofía, acaso tan relativa como otras. Como el espacio es reducido, dejo esta tarea al lector responsable y curioso.
Sé de un artista conceptual que, hace unos años, dejó morir de hambre a un perro en una galería. ¿Es esto lícito? ¿Es ético? Cuando fue cuestionado sobre su “obra”, respondió que él “esperaba la compasión del público, pero que ésta jamás llegó…”, lo cual demostraba, según él, “los extremos de inhumanidad a los que hemos llegado” o algo por el estilo (cito de memoria).
Hace muchos años, en otra ciudad, conocí a un hombre que dirigía teatro con más buena voluntad que eficiencia, técnica, intuición, imaginación y todo lo que hace falta para pretender ser director de escena. De pronto cayó sobre él la invitación para impartir una asignatura llamada “Dirección de actores” o algo por el estilo en una Escuela importante de México.
El hombre corrió a pedir consejo a un amigo suyo, conocedor de teatro, y mientras éste hablaba, el otro escribía con fervor en un cuaderno. El flamante profesor de “Dirección de actores” emprendió la marcha hacia su destino rutilante. Muchos años después, el conocedor de teatro me dijo: “El gran error de esta persona fue haberse ido a enseñar y no a aprender…”. Doble falta ética, me parece.
Frase terrible, por otra parte. ¿Cuántos de nosotros nos creemos más de lo que realmente somos? Porque, bien mirado, ¿qué respalda nuestra “saber”? ¿La experiencia? Hombre, por Dios, así llamamos con frecuencia a la acumulación de nuestros errores. Y me parece que hay hasta un proverbio que habla de ello.
Pero dejemos que pase “la experiencia”. En el arte, sin embargo, ¿quién nos asegura que esa experiencia no se convierta –consciente o inconsciente- en un mero proceso de momificación? Los paradigmas cambian; ahora más que nunca las corrientes y las teorías se suceden con una celeridad alarmante.
Hablo de la actualidad, pero, ¿hemos leído concienzudamente el Ars Poetica” de Aristóteles? ¿Hemos investigado en serio y en forma la Commedia dell´Arte, por ejemplo? ¿Conocemos a fondo el célebre y proteico “Un actor se prepara” de Stanislavsky? Porque parece que para mencionar la retahíla de nombres y de obras emblemáticas del teatro contemporáneo somos unos verdaderos expertos…
¿Y la praxis teatral? Cuántos hay que anteponen su egolatría y su narcisismo al estudio y a la verdadera investigación de los múltiples mecanismos, por decirlo así, que se mantienen en juego durante la formación de un actor, y en definitiva, en una puesta en escena.
El resultado de esta falta de actitud digamos artesanal suele desembocar en el montaje de espectáculos “sin alma”, como se diría de cierto tipo de esculturas, es decir, espectáculos que revelan actores confundidos y mal dirigidos, “directores” pretenciosos que se creen el mito de “la novedad” y sueñan con descubrir el hilo negro después de Grotowski, de Bob Wilson, de Lindsay Kemp, de Ludwik Margules, de Julio Castillo y de otros realmente innovadores y talentosos.
¿Es esto “ético” o simplemente “naïf”? No se trata de convertirse en unos eruditos; sólo se trata de hacer las cosas desde el oficio y no desde el esnobismo y el narcisismo. El oficio no es un asunto de oropeles, de meras relaciones públicas o de hacer en privado reverencias al Príncipe mientras en público se presume de “artista”. Si el propósito es “brillar”, ahí está Televisa. Si el objetivo es el arte, dejémonos de delirios de grandeza y de máscaras de genio.
Habría que estar menos atentos a las candilejas, al condescendiente beneplácito de los príncipes y al Ego que al verdadero trabajo que implican el Teatro y las artes en general y abandonar de una buena vez la bisutería pseudo artística que con frecuencia se ofrece bajo el disfraz del embaucador “avant la lettre”.
La ética en y del arte –y la de los artistas verdaderos- no se consumirá en una hoguera de las vanidades, por más que algunos se empeñen en dar gato por liebre. Y aquí, por cierto, nada tiene que ver la manoseada “querella entre antiguos y modernos”. No nos despistemos: el tema es otro.