El discurso elusivo

Usted está aquí

El discurso elusivo

En el número 13 de los Cuadernos de Ensayo Teatral que publica Ediciones y Producciones Escénicas Paso de Gato, los dramaturgos José Sanchis Sinisterra (España, 1940) y Marco Antonio de la Parra (Chile, 1952) dedican sendos ensayos al tema del monólogo, del que tanto se ha hablado en las últimas décadas.

Aunque el referente obligado es la tragedia de “Hamlet, Príncipe de Dinamarca” (1599-1601), de William Shakespeare, estos dos autores contemporáneos estudian no el monólogo como se entendía antes del siglo XIX sino como lo comprendemos hoy, esto es, como un género del drama, con su autonomía, sus recursos, sus posibilidades y sus limitaciones.

En su estudio, Sanchis Sinisterra nos explica muy sistemáticamente la anatomía de los tipos de monólogo que considera vigentes y cuál es su constitución. Habla de tres “modalidades generales” del monólogo actual: 1) El Locutor (o sujeto monologante) se interpela a sí mismo; 2) El Locutor interpela a otro sujeto (o Personaje B); y 3) El Locutor interpela al Público. En la primera modalidad, el ensayista habla de un “yo integrado” y de un “yo escindido”.

Con las salvedades del caso, creo que a esta última variante de la tercera modalidad podría adscribirse el monólogo que actualmente representa el actor, director y dramaturgo Juan Antonio Villarreal -Grupo Teatral El Último Cielo- en el Centro Cultural García Carrillo, “El Caracol del Corazón”, que pude ver la noche del viernes 18 de marzo en el teatro de cámara de dicha institución.

El breve escenario estaba ocupado sólo por una mecedora de metal y un banco de madera, ambos pintados de un azul con leves matices blancos; una pequeña caja debajo del banquito; como “telón de fondo”, una suerte de instalación compuesta por un gran lienzo vertical color sepia al que se incrustaron rosas marchitas; sobre el piso, una alfombra de hojarasca tapizaba el foro. Un eficiente juego de iluminación y la música de un piano que acompaña algunos pasajes de la representación casi completaban el montaje, que contó con el apoyo técnico de Saúl Martínez.

Quien resultó imprescindible para completar la puesta en escena era, por supuesto, el actor, que apareció después del oscuro que se hizo en toda la sala al dar la tercera llamada. Juan Antonio representa a un hombre maduro y convencional: traje negro, camisa blanca, corbata oscura, chaleco de estambre gris… Es un hombre vestido de luto porque lo que está a punto de representar es una pérdida, un pasado muerto. Ya pisa el escenario y habla para nosotros. Pero ¿lo hace para nosotros o para sí mismo? Lo hace para todos: para él, para nosotros, para los muertos, para un tiempo pretérito y perdido.

El tema de las clasificaciones es interesante y necesario para comprender y experimentar géneros, formas, ritmo, entonaciones, estructura dramática y mucho más. Aunque, la verdad sea dicha, frente a lo que el actor Juan Antonio Villarreal está representando en el escenario no se piensa en estas cosas: como autor del texto, él se ha volcado en su propio pasado familiar y nos entrega un trozo de su infancia, un fragmento de su vida.

Si el autor ha inventado, entonces lo ha hecho a partir de sí mismo, de sus ancestros y de un discurso que por momentos roza el lirismo. Si atendemos literalmente a la taxonomía de Sinisterra, ¿a qué modalidad pertenece con exactitud este monólogo? Acaso a todas, pues el actor-director-autor echa mano de algunos de los recursos que tales modalidades ofrecen; sin embargo, no 
sería impreciso llamar a este trabajo “monólogo lírico-narrativo”.

El personaje representado habla ¿para quién, con quién? Al principio simplemente recuerda en voz alta. Poco a poco nos damos cuenta de que rememora algo que sucedió hace décadas. Entonces vienen las “interpelaciones”: al padre, a la madre, al abuelo… Y éstos le hablan. El personaje reacciona ante lo que ellos dicen. Todo empieza a tener algún sentido: el lienzo de rosas marchitas es la tumba de su madre, la cajita contiene barquitos de papel, la mecedora representa a su abuelo, el banquito se parece al que su padre retiró de un puntapié en cierto momento…

“El caracol del corazón” es un monólogo en el que Juan Antonio se presenta acompañado de la madurez de un actor; no sólo la que da la edad, sino la otra, la que proporciona la experiencia, el bagaje acumulado, una ya larga trayectoria. En varios pasajes se advierte el influjo de algunos de sus maestros formales y no formales. Inevitable: uno es la suma de todo y de todos los que han pasado por nuestra vida.

Pero si en este montaje el trabajo de Juan Antonio Villarreal es conmovedor, el hecho no parece un producto del azar sino de la atenta disciplina: como actor se muestra aquí más mesurado, más contenido y más concentrado en su tarea histriónica que en otros momentos de su carrera. Importa ahora representar el corazón y eso es precisamente lo que hace. Sólo en un instante acude a la risa esquemática y estereotipada; en casi todo lo demás se nos ofrece un Juan Antonio Villarreal camino a la plena madurez artística, como actor y como director. La dramaturgia es otro camino, tan difícil como cualquiera otra de las muchas disciplinas que componen el Teatro.

“El monologante –escribe Marco Antonio de la Parra- es mucho lo que no dice. Es tan importante aprender a no decir lo más importante. // Quizás sea lo más difícil del monólogo. Que sea un discurso elusivo, de superficie, que oculte una profundidad abisal. No contar casi nada. Actuar.”

No es en el “monólogo dramático” del siglo XIX y sus secuelas –Browning, D. G. Rossetti, Sylvia Plath, Rosario Castellanos- donde encuentro esta sugestiva estratagema, sino en Proust, en Joyce, en Virginia Woolf, en

Robert Musil o en Hermann Broch, todos ellos narradores. Pero ese “discurso elusivo” está en Chéjov, en Strindberg, en Beckett y, por supuesto, en Mallarmé, entre algunos otros. También está en muchos cuentos de Ana María Matute.

Al ver este monólogo de, por y con Juan Antonio Villarreal pensé, justamente, en “La Isla”, un cuento de esta autora española tan poco leída en México. El mismo sentido “elusivo”, la misma melancolía, el mismo “realismo” que escapa de sí para buscar otra manera de nombrar la vida y las cosas del mundo. Monólogo lírico-narrativo, “El caracol del corazón” representa esa isla que se desprendió del continente: la historia no sólo es “narrada” por el personaje; también hay un “aquí” y un “ahora” –premisa dramática- que el actor hace posible gracias a su destreza artísticas