El día que la virgencita me cambió de sexo
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El día que la virgencita me cambió de sexo
Por: Humberto Vázquez Galindo
Periodista y editor
“Si es niña, te mato”. Esa amenaza pronunciada por mi padre, alias Don Chinguetas, le martillaba a mi mamá la cabeza y no podía dejar de oírla ni estando a grito tendido en trabajo de parto. La maldición quedó sembrada meses atrás cuando doña Carmela, una vecina que tenía fama de bruja, le soltó a rajatabla la noticia que le quitaría el sueño y quizás hasta la vida a mi madre: “Pues aquí don Chingón chingó a su madre, porque va a ser niña”.
¿Que cómo lo supo? Por la forma de la barriga, el brillo en la mirada y hasta los antojos que tenía la embarazada. Pero ¿está segura?, preguntó angustiada mi madre. Yo nunca me equivoco, contestó la bruja doña Carmelita. Y entonces mi amá, sabiéndose desahuciada, tuvo el peor de los embarazos. Todo era culpa suya, porque ¿cómo se le ocurrió darle una niña al machista y borracho de mi padre?
Y como no hay fecha que no se cumpla, ahí estaba esa desconsiderada mujer en la Clínica 2 del Seguro Social en Monclova pidiendo por un milagro a la virgencita de Guadalupe. Cómo se iba a negar si, como hecho adrede, era 12 de diciembre y con fervor le cantó las mañanitas antes de que le empezaran los dolores. “Hazme el milagro, virgencita, tú también eres mujer y seguro tu padre quería que fueras un varoncito”. “No diga eso, doñita”, le pedían las enfermeras que, enteradas del drama, también se comían las uñas.
¿Y el ultrasonido? Eso no se usaba, al menos en un hospital tan jodido como ese. De lo contrario, la tragedia hubiera iniciado desdenantes. Sólo quedaba que la niña se aferrara lo más posible al vientre y se negara a salir, de lo contrario, iba a convertirse en la vergüenza de Don Chinguetas, que tenía fama de cargar pistola, y en la causante de la muerte de esa mujer tan terca e insensata. En qué problemón se metió esta niña y todavía ni nace, sentenciaban las enfermeras, quienes también rogaban porque el corazón se le ablandara a don Roberto cuando se apersonara en el hospital soltando la pregunta del millón: ¿qué fue?
Así llegó y así preguntó, con el tono grave y el acento de rancho de los hermanos Soler. Las enfermeras sudaban viendo cómo se frotaba las manos, ellas creían que se alistaba para sacar la fusca, porque un Vázquez no iba a aceptar un agravio tan grande. Él, el único varón de la familia compuesta por nueve hermanas, no podía darle un disgusto a su padre, ese que anduvo defendiendo la patria al lado de Pancho Villa y a quien le juró que su apellido no se lo iba a llevar el carajo. Faltaba más.
¿Qué fue?, preguntó envalentonado al llegar al hospital. Los médicos dejaron al hombre grandote y bigotón con la parturienta y su séquito de solidarias enfermeras.
Afuera, trepados en una camioneta, un fara fara esperaba la respuesta. Si era niño, tenían pactado por lo menos un día de celebración. Si era niña, pues a perseguir la chuleta a otro lado. Mi mamá no terminó de darle la noticia, cuando escuchó un estruendo. Era la tambora a la que le siguió el dulce rugido del acordeón que se alejaba con don Roberto arriba de su trocón dando el banderazo a una borrachera que se prolongó toda la semana. Y cómo no celebrar, si gracias a los rezos de esa atormentada mujer, a la niña le brotó un bultito, que de seguro se lo pegó de último momento la virgencita. Mi mamá no cabía de felicidad hasta que se le metió la loca idea de que las enfermeras, evitando la tragedia, le habían cambiado a la bebé.
Don Chinguetas anunció de cantina en cantina que su primogénito se iba a llamar Humberto Vázquez. Después de una semana, el orgulloso papá encontró a su mujer con una fiebre terrible y las chichis como una pelota porque no le salía la leche del puro susto de que ese que tenía entre los brazos no fuera su bebé. Al papá le valió la cuarentena y que el niño no probara bocado, pues en lugar de ir por leche y pañales, fue a comprarle su primer par de botas vaqueras: “salió Vázquez, tiene unos güevotes”, decía con orgullo.
Y muchos años después, con esos mismos güevotes, el niño le comunicó que se iba a casar. A don Roberto, aunque nunca le había conocido novias a su hijo, se le dibujó una sonrisa en el rostro, pero pronto desapareció cuando escuchó el nombre tan raro de la susodicha.
¿Tony? Ah chingao, qué nombre tan raro, pero en el otro lado hay viejas que así se llaman, ¿verdad? No, papá, Tony no es una mujer, es un hombre. Y don Roberto que le prometió a cuanto santo se le cruzaba en el camino que si su hijo era varón iba a dejar la tomada, y a gritos y sombrerazos lo había cumplido, de pronto se vio arriba de su viejo trocón acompañado de varios cartones de cerveza, su infalible fara fara y una nube de polvo como única respuesta ante tamaño notición.
Y aunque mi madre siempre me vio como un milagro, treinta y tres años después, ya divorciada, se acordó de los designios de la bruja. ¿No estás insinuando que fui niña, mamá? No, cómo crees, me refiero a que finalmente tuvo razón y contigo “don Chingón chingó a su madre”.
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