Usted está aquí
El día del ocio
Los líderes obreros en México no trabajan. Por eso son líderes. No hace muchos años solían presenciar en la corte de honor, junto a los gobernadores, alcaldes y diputados, el solemne, el aburrido, el ruidoso –los tres adjetivos no se contraponen- desfile conmemorativo del Día del Trabajo. Burócratas, taxistas, obreros y profesores se levantaban temprano para ir por fuerza a desfilar.
Los maestros comisionados, ese día se quedaban en la cama hasta muy entrada la mañana, se despabilaban pasado el mediodía y se incorporaban luego a la comelitona que organizaban los sindicatos, terminado el desfile.
La tradición era que la base trabajadora, el Primero de Mayo, en vez de tirarse a descansar o irse de paseo con la familia, era obligada por los líderes charros a desfilar para honrar a la clase política trepada en un templete, en compañía de los dirigentes sindicales. Allí iban desfilando, pobres pero disciplinados, muy solemnes, con las infaltables matracas, con sus sombreros y cachuchas, con las insignias de la central obrera a la que pertenecían.
Ese día, la clase obrera desfilaba y agradecía al sistema todas las bendiciones de que era objeto desde el día en que nació. Mientras desfilaban, un locutor leía en un micrófono local, estatal y/o nacional, un resumen de todas las conquistas salariales conseguidas hasta el año de marras.
El Primero de Mayo era la ocasión propicia para que los eternos líderes manifestaran a los presidentes y gobernadores su lealtad partidista. Vaya pues, aprovechaban el momento para ponerse a las órdenes -ellos que eran eternos, a los políticos pasajeros, que pronto caerían en el anonimato- y patentizar el apoyo de la clase trabajadora. Fidel Velázquez duró más que Fidel Castro, que José Stalin o que Mao Tse Tung, y nunca presumió por ello: tal era la mística de humildad y de servicio que embargaba a estos gigantes laborales. Nadie como él, como la Güera Rodríguez Alcaine, como Joaquín Gamboa Pascoe, se pareció tantos años antes a su propia estatua. Eran imperturbables, omnipotentes, inexhauribles.
Luego la clase obrera, gloria del viejo priísmo, fue despertando –aunque en este caso despertar fuera hundirse en el sueño del más profundo pasado- y empezaron a enderezar sendas consignas contra los gobernantes. En el sexenio de Carlos Salinas, el fundador del México contemporáneo, se pusieron de moda las máscaras y los trabajadores desfilaban parodiando al presidente de las grandes orejas. Finalmente, al gobierno ya no le convino juntar en un sólo día y en una sola plaza a tanto agraviado y decidieron cancelar el desfile obrero, para sustituirlo por un evento más mesurado, más acorde a los nuevos tiempos que se viven, eso dijeron.
Lo cierto es que los trabajadores nunca iban por voluntad propia. Los amenazaban con descontarles un día de trabajo si no se presentaban; antes de que iniciara el desfile andaban los achichincles de los líderes charros pasando lista de asistencia.
Era ese un desfile con pancartas para mostrar lealtad partidista, lealtad a los gobernantes. Era ese un desfile de trabajadores malpagados. Era ese un desfile donde había que presumir las instituciones que habían surgido en el México posrevolucionario: la educación pública, el IMSS, el ISSSTE. Instituciones éstas en completo deterioro, sustituidas por el Seguro Popular, que resultó todavía peor, propio de un país africano, y por las farmacias similares, institución ésta a un tiempo práctica y benemérita, poscapitalista, pero tan eficaz que por sí sola podría salvar el régimen de los Castro en Cuba, si por ventura se implantase en aquella isla. Y no se diga de los sistemas pensionarios descapitalizados unos, otros totalmente saqueados.
Si el desfile coincidía con año electoral, de renovación de la presidencia o de alguna gubernatura, los líderes mostraban el músculo de la estructura sindical al servicio del Estado. Cambiaban el voto obrero, bien vendido, por prebendas personales y nuevas posiciones de poder, tales como regidurías, diputaciones locales y federales, alcaldías y senadurías.
Después del desfile se organizaba la raza para comprar los cartones de cerveza, la carne para asar, los tacos de chicharrón; y digo que la gente, ya que los líderes charros presumían con el de más arriba que ellos pagaban las caguamas y el convite. El día 2 de mayo muchos amanecían crudos y, a manera de desquite existencial, no iban a trabajar.
Cuentan que un líder sindical de una empresa que acababa de instalarse en Ramos Arizpe, al terminar una junta con los directivos, invitó al gerente general a participar en el desfile del Día Primero de Mayo. Éste le respondió: “Ni madres, yo aprovechar ese día para jugar golf”.