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El Día del Informe

Recuerdo aquellos viejos días de Informe.

Cuando era niño, el Informe era un acto solemne que se observaba con tal circunspección que el ambiente se podía cortar con un cuchillo,  untarse en una rebanada de pan y comerse como parte de un desayuno balanceado.

¡Aquellos eran señores Informes! Los del Perro Jolopo, los de LEA, los de De La Madrid. El ámbito nacional, de península a península, se llenaba de una especie de luto sin cadáver.

El Presidente tenía algo qué decir y México escuchaba. Era la manera oficial de conocer de primerísima mano el estado que guardaba la Nación y su posición respecto al progreso, al que siempre hemos perseguido como a la zanahoria que le colocan enfrente para motivar al jumento famélico.

A mí por supuesto, lo que me partía la madre del Informe era que todos los malditos canales de televisión se enlazaran dejándome sin caricaturas, todo por ver a una bola de rucos encorbatados que, inocente yo, desconocía que de esa manera celebraban su repartición del País.

Yo sólo quería ver Don Gato, algún episodio repetido de la Tribu Brady, o ya de perdido un programa de cocina con Chepina Peralta, lo que fuera, con tal de no estar mirando viejos feos hablar monótonas e ininteligibles sandeces que, de tanto en tanto, eran interrumpidas por inexplicables tandas de aplausos.

“¿Se ganó la Catafixia o qué?”.

En mi frustración le daba como cien vueltas a la perilla de sintonía, a ver si por algún milagro cogía alguna señal de otro país o, de preferencia, de otro planeta.

¡Nada! Era como si la TV, la mejo amiga de un niño, estuviera enferma aquel día.

-¿No puede la tele transmitir al menos comerciales de los juguetes que Lili Ledy lanzará esta Navidad?

-No, niño, tu tele está muy enferma. Tiene Informe Presidencial.

La radio igual. ¡Qué barbaridad! ¡Qué desesperación! No quedaba más remedio que salir a la calle a explorar el mundo.

Afuera estaban por supuesto todos los muchachos de la cuadra que, arrojados de sus casas por la misma inanición televisiva, se vieron en la necesidad de improvisar algún juego de pelota.

Pero yo siempre fui maleta para los deportes y como mi bici estaba ponchada, salí a explorar los alrededores. Cerca del arroyo la escuché, ahogada en un llanto contenido en sollozos. La reconocí en cuanto estuvimos de frente.

Era Gloria, que asistía conmigo a la Clase de 5º B. Avergonzada por mi presencia se puso de pie con toda la intención de correr a alcanzar la privacidad que espanté con mi presencia. 

“¿Qué pasó?”, pregunté con genuino interés. Explicó que su perrito se había soltado y le había sido imposible alcanzarlo, que ya llevaba dos horas buscándolo en vano y que estaba tan desesperada como sólo una niña de diez años puede estar por su mascota.

Le pedí que me diera una sola oportunidad de buscarlo. Que aguardara unos minutos hasta mi regreso. El sol se comenzaba a poner, pero yo conocía el arroyo como nadie. 

Siendo honesto, fue sencillo. Comencé a pensar como perro, me interné en la cañada y pronto escuché otro llanto, un gemido perruno que imploraba auxilio. El amiguito había caído en una zanja no muy profunda, pero lo bastante como para volver inútiles sus esfuerzos por salir. Una sencilla intervención humana y pronto estaban reunidas y celebrando aquellas almas sufrientes.

Gloria agotó las maneras de decirme “gracias”.  Recuperada de la conmoción, me lanzó una mirada que no era de gratitud. Tuvimos por fin un instante para recordar que siempre nos habíamos visto y tratado en la escuela de aquella forma especial.

Nos miramos a los ojos durante un instante más largo de lo normal y ninguno apartó la vista. 

El momento era perfecto: la calma restaurada, el ocaso, el viento frío de otoño. Aproximamos nuestros rostros hacia lo inevitable. Era una caída interminable hacia la que  más valía precipitarse con los ojos cerrados.

Entonces, un grito lejano y jubiloso anunció el fin de la veda:

“¡Ya va a empezar Scooby Doo!”.

Salí corriendo rumbo a mi casa. Recuerdo haber volteado a ver a Gloria, que se quedó eternizada en una espera infinita, con los ojos cerrados y los labios en una entrega sin destinatario. Su perrito aun bailaba su alegría alrededor.

Nunca más volvió a dirigirme la palabra, ni en la escuela ni fuera de ésta. Ni porque rescaté a Puper. ¡Qué ingratitud!
¡Al carajo con los Informes!

P.D. El lunes 30 es el Cuarto Informe del Gobernador del Estado. ¡Gracias a Dios ya hay Netflix!
 
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