El día de los días
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El día de los días
Cuando se supo que el Sumo Pontífice visitaría la República, los altos funcionarios del gobierno dispusieron todo lo necesario para recibirlo con toda la pompa que la ocasión ameritaba. Fueron a las islas cercanas a traer flores de todos colores, para adornar las calles por donde pasaría el Papa, con toda la corte de obispos y cardenales.
Mandaron emisarios a todas las provincias, para que los procónsules enviaran embajadores con regalos y comidas de tierras lejanas. Salió una flota de barcos con rumbo al otro lado del hemisferio para traer frutas exóticas. Se prepararon fuegos artificiales para iluminar todas las noches que duraría la visita papal.
Llegaron magos de oriente montados en camellos y elefantes con oro, incienso y mirra. Las estrellas en el firmamento se empezaron a alinear para marcarle la ruta al lujoso avión del Sumo Pontífice. El día que llegó el Papa, todo mundo se vistió de gala. Las personas del gobierno dispusieron todo lo necesario para que tuviera un recibimiento digno de un rey.
Ese día se decretó fiesta nacional. Se suspendieron las actividades en todas las oficinas del gobierno para que todos, absolutamente todos acudieran a recibirlo y le aplaudieran con fervor patriótico y espiritual.
Se suspendieron las clases en todas las escuelas. A los niños los vistieron de blanco y amarrillo, los colores oficiales del Estado Vaticano, que es una potencia extranjera, y los formaron en las calles por donde pasaría el Papa. Las señoras dejaron de realizar las labores de la casa, se quitaron el mandil, se cubrieron la cabeza con un velo negro y sacaron las sillas a la banqueta, a esperar que pasara el desfile de funcionarios y purpurados.
Los hombres se bolearon los zapatos, se quitaron el sombrero, se peinaron con brillantina y estrenaron pantalones. El gobierno ordenó el cierre de todas las cantinas y lupanares, como una muestra de respeto a su Santidad.
A las meretrices les ordenaron no salir a la calle en minifalda. A todas las mujeres de vida alegre les dieron vestidos negros y largos hasta cubrir los tobillos. Las confinaron al convento de las Carmelitas, para que tuvieran días de retiro espiritual y se arrepintieran de sus cotidianos pecados.
Se decretó que durante la visita papal no se cometería pecado alguno, y quien desobedeciera estaría destinado al fuego eterno. Al Sheol descenderían las almas de quien se entregara a los deseos de la carne los días que durara el Papa en la República.
Los funcionarios del gobierno quitarían las tarjetas de pobres a todos aquellos que desobedecieran la instrucción de no pecar. Se quedarían sin comer y morirían de hambre como castigo. En la cárcel, a los presos los bañaron con agua de cal, les quitaron los piojos y les dieron calzones nuevos.
El gobierno mandó comprar todas las aves blancas de la República. El día que llegó el Papa, en un éxtasis, todo mundo vio los cielos abiertos y descender en un carruaje tirado por palomas al Sumo Pontífice.
El día que llegó el Papa, se mandaron cubrir todas las estatuas de los generales liberales que habían peleado en contra de los conservadores hacía más de un siglo, en la Guerra de Reforma. También se mandaron quitar las placas de las plazas públicas con los nombres de los generales que habían combatido en la guerra contra los cristeros. (Recordemos que el estado mexicano tiene un score de dos guerras contra la Iglesia Católica, ambas victoriosas, muy bien ganadas: la de Reforma y la Cristera, si no es que consideramos también que la Guerra de Independencia fue en el fondo una confrontación entre el bajo clero, representado por Hidalgo y Morelos, y la opulenta high church del Virreinato.)
El día que llegó el Sumo Pontífice a la República, todas las cosas viejas, mágico realistas, vetero priístas, neopanistas pasaron. Vamos, hasta el Sumo Pontífice se le hincó a la Morena y Morena le hizo genuflexión al Sumo Pontífice…