El debutante

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El debutante

Gustav Mahler (1860-1911), el músico, pensaba que a él le era imposible repetirse: "Toda la rutina adquirida deviene inútil. Ante cada nueva obra siempre hay que reaprender. De modo que siempre se es un debutante." Se requiere ser en verdad humilde para considerarse un continuo debutante pese a esforzarse todos los días por escribir mejor o inventar nuevas historias. Por otro lado, Mahler estaba seguro de que nadie puede ayudar al otro: "ni como ministro, ni como dama de beneficencia." "Sólo puede ayudarse uno progresando por sí mismo." "En realidad el supremo egoísmo es el altruismo". Mahler, al pronunciarse así, tenía razón porque la locura y la desesperación lo embargaba y fue un artista original y atormentado. Sin embargo, el egoísmo es un aliciente falso, eso lo sé, una liebre artificial que nunca se alcanza y un bocado que no te deja satisfecho. Los otros se encuentran allí como la barrera, el obstáculo o el muro que no te permitirá alcanzar el egoísmo absoluto, la conjunción entre el yo y el mundo que se presenta como la pura extensión de ese yo. ¿No es eso lo que hacía Sócrates? Debutar en cada diálogo. Y mientras no sea una mesa académica, en toda mesa donde me reúno, ya sea con extraños y amigos, se comienza de nuevo, se debuta en público. Comenzar desde el principio con tal de ganarse la atención, la aceptación, el entendimiento. Reconocer los humores y los temperamentos diversos, a los lobos y a las aves de rapiña, a los sabios y a los oportunistas, etc... 

La tarea del debutante es agotadora puesto que da por hecho que el otro es un extraño, un obstáculo que impide la pura expresión de su egoísmo y de su libertad. Mi pareja es un ejemplo de ello: cada vez que vamos a cenar fuera de casa me comporto como el más ingenuo debutante. Debido a su enfermedad no existe casi nada en la carta de un restaurante o mesa que le convenga, que la seduzca o haga bien y, por lo tanto, sostiene largas conversaciones al respecto con los meseros los cuales quedan agotados de tanta indicación y melindre; cualquier grano de sal mal colocado la puede enviar a la tumba, cualquier proteína indiscreta es capaz de arruinar su comida. Yo inclino la cabeza, avergonzado, agobiado, y cuando el mesero se acerca a mí apenas si alcanzo a balbucear: "Sírvame lo que desee, lo que usted crea que me hace más mal está bien. Gracias." No me acostumbro. 

Es fama no comprobada —nos cuenta el historiador de filosofía Frederick Copleston— que Pitágoras, el griego, prohibía comer carne a sus discípulos y a todos aquellos sobre quienes tenía autoridad. Lo hacía debido a su creencia en la metempsicosis (reencarnación o transmigración de las almas). Diógenes Laercio nos dice que habiendo visto a alguien golpear a un perro, Pitágoras lo impidió y le prohibió a esta persona continuar haciéndolo porque en los gemidos del animal había reconocido la voz de un amigo. Qué cosa tan triste. Es a causa de mi obsesión por la metempsicosis que me he decidido a comer menos carne, y más pasta y verduras. La última vez que en pos de probar un nuevo platillo pedí una orden de chambarete entomatado tuve la sensación de estar hincándole el cuchillo a una antigua amiga, y sus imaginarios lamentos —en verdad escuché su voz— me impidieron continuar la comida. Le pedí al mesero que se llevara el plato y que le diera a mi amiga un entierro digno de su recuerdo. Se debuta siempre, los nervios afloran y el temor a estar en la mira del cazador se recrudece. He escrito antes que mi mala suerte me llevará a encarnar de nuevo en mí mismo; ante eso no hay mayor tragedia; uno quiere descansar y de pronto transmigra en la misma persona. Si esta clase de broma existe, entonces el infierno no es una invención.

A causa de mi creencia en la reencarnación es que nunca me atreví a tener un hijo (siempre en acuerdo con mi pareja). Me imaginé procreando a locos parecidos a Mahler, Jorge Cuesta o a Weininger; o mucho peor, a criminales, secuestradores o políticos mexicanos corruptos de otras épocas que, aprovechando el tren, se aparecen de nuevo aquí a seguir jodiendo. ¿Tener hijos? ¿Yo? ¿Acaso soy un chicle bomba? Que se expanda la goma de mascar, no los hombres caídos. Gilles Deleuze escribió en ¿Qué es la filosofía?, que la finalidad de tal gimnasia o actividad no es la reflexión sino la creación de conceptos, los cuales, además, deben ser siempre nuevos. Lo diría yo así: cada vez que el filósofo acierta está debutando, iluminando un área oscura de la vida misteriosa, opaca e inaccesible cuando se quiere comprenderla como un todo. Los conceptos, dice Deleuze, no son simples, sino complejos (esta idea la tomó o compartió obviamente con Henry Bergson) y están formados por componentes, fragmentos y aleaciones. ¿A qué viene esto? A que yo creo que también los conceptos reencarnan y provienen de una antigua cabeza griega, jonia, o árabe. Sí, pero al menos no se aparecen como humanos en el sentido corporal de la palabra, no son perros que gimen, ni manchas humanas que oscurecen el horizonte. Así es, creo, como Teognis, que "lo mejor para el hombre sería no haber nacido ni haber visto la luz del sol; pero una vez nacido lo mejor es atravesar lo antes posible las puertas de la muerte." Contra Teognis yo propondría el concepto del debut eterno; se vive y muere en cada momento, en cada mesa, con cada amigo.