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El debate

Ilustración: Vanguardia/ Alejandro Medina
Viene el debate. ¿Qué va a suceder? Difícil saberlo, excepto si uno ha seguido otros anteriores. Todavía se recuerda aquel en que Diego Fernández de Cevallos hizo pedazos a Ernesto Zedillo Cuauhtémoc Cárdenas. No hubo dudas sobre quién había ganado. Podemos decir, aunque se oiga feo, que Zedillo quedó como un pendejo: no sabía nada de lo que se le preguntaba y le fallaba la lógica tanto como los datos duros. Cuauhtémoc Cárdenas también quedó opacado, pero no tanto como Zedillo. Luego, como si se tratase de una obra de teatro, Diego Fernández hizo mutis (se retiró, abandonó el tablado político, se escondió) y dejó que Zedillo fuese presidente. Todo mundo creyó y sigue creyendo que “el Jefe Diego” le hizo el favor a Carlos Salinas de Gortari. No hay pruebas de ello, no puede haberlas, pero en la mente de las personas ese fue el propósito del debate: una ficción para justificar a un inepto. Aunque, bien visto, Zedillo puede ser que haya jugado un papel más interesante, como presidente, que Diego, que se puso de tapete de Salinas; Zedillo dio inicio a su sexenio encarcelando a Raúl Salinas de Gortari como asesino intelectual de su cuñado y ahí lo guardó varios años. Esa ruptura equilibró un poco las fuerzas políticas.
 
Los tiempos han cambiado. Ya no estamos en aquellos años y todo parece indicar que habrá debate. Digamos que un debate es: querella, polémica, encuentro y desencuentro, comparación de datos, de proyectos, lógica argumentativa. Seguí el debate de las y los aspirantes a ser Gobernador de la Ciudad de México (primera vez que se da una posibilidad para esa ciudad; ahora tendrán a un gobernante por seis años). Los periodistas parecen coincidir en que la triunfadora fue Claudia Sheinbaum, seguida por Alejandra Barrales. Parece que sí. Pero algunos planteamientos de los otros candidatos me parecieron más sutiles, mejor armados y propositivos, incluyendo al candidato del PRI, Mikel Arriola, que era contundente en sus intervenciones y golpeó duramente a las dos antes mencionadas: las acusó, entre muchas otras cosas, de corruptas y de que ellas permitieron que la violencia creciera en sus Departamentos. Claudia reviró: ustedes, los priistas, han descollando en el número de homicidios dolosos de Felipe Calderón, las desapariciones, los feminicidios; y de corrupción ni hablar: superaron todo lo imaginable.
 
Fue un debate interesante, pero me pareció inútil. Perdí dos horas que hubiera dedicado a la lectura. Javier Solórzano fue un buen conductor, pero los candidatos no brillaron mucho.
 
¿Qué esperar? Andrés Manuel López Obrador avisó que le recomendaron no enojarse. No es un buen aviso porque nada tiene de razonable. Si, como dice, propone una nueva sociedad (de justicia y amor) debería saber que eso se construye luchando contra la injusticia, que es la tónica del México actual. Veremos cómo se comporta. Quizás vaya a avanzar Ricardo Anaya, que es inteligente y tiene un discurso sólido y violento. Los jóvenes gustan de ello. No es eso lo que debería ser decisivo, pero las formas de argumentar, los datos duros y los ataques al adversario son importantes. Andrés Manuel deberá tener un orden de su discurso que vaya a la razón y al corazón de sus seguidores, que hoy por hoy, son mayoría. José Antonio Meade tiene un peso enorme que le rompe las espaldas: quiéralo o no, representa al presidente más despreciado que haya dado el País, al nivel de Huerta. Y Margarita Zavala también carga con el bulto de su marido, del que no podrá jamás distanciarse. “El Bronco”, del cual ni siquiera añado el nombre, es el porro de Aurelio Nuño, nada más.
 
No soy clarividente ni puedo adelantar vísperas. Esperaré el debate y trataré de escuchar con atención la violencia verbal, que ya se anuncia, las preguntas y respuestas, los proyectos de país. Lo que han expuesto los candidatos no dice nada: pareciera que no tienen idea de en qué país viven y cuál sea el país que desean construir. El debate debería ser el lugar y la oportunidad de saber por quién votar. Veremos. Esta noche es decisiva. Sé que la mayoría de los mexicanos no lo seguirán y ese es el dolor: todavía somos un país cuyos ciudadanos no participan sino como víctimas y no parece interesarles pasar a ser sujetos de su propia historia.