El corrido de un gorrión

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El corrido de un gorrión

Ilustración: Vanguardia/Esmirna Barrera
Este relato es una muestra del trabajo creativo del equipo de Redacción y colaboradores de esta casa editorial. Encuentra un nuevo texto cada semana

Por: Gustavo Franco*

En el nido entonan cantos de hambre. Moscas o grillos serán de ayuda. Los dos polluelos, pequeños pelones, abren sus picos desesperados por un bocado. Esos trinos poco modulados exhiben la necesidad que sufren. Llego con una lombriz, la muelo y los críos se la disputan para saciar su apetito. Debo repartirla por igual en sus gargantas y ambos se abalanzan queriendo atrapar cada pedazo. No hay mañana. La vida se forma al momento y, si no se sostiene, se acaba.

La lombriz no es suficiente, no dejan de piar. Me aviento al vuelo. Busco otra porción. Ya el hambre no es sólo mía aunque cada mosquito que pesco en el aire lo engullo porque sé que, si no lo hago, no tendré fuerza para conseguirles más comida. Lo mismo hace su mamá con los granos que encuentra entre las yerbas, se come dos y después lleva uno a cada pichón. Semillas de cardo trituradas que caen directo al gañote de los glotones. Sale del refugio y llego con más lombriz. En cada trozo repartido miro alrededor cuidando que no acechen chanates o lechuzas ansiosas. 

El nido, que está en un huizache, justo en la unión del fuste con tres grandes ramas, es un buen cobijo contra el viento del desierto. Ella y yo lo descubrimos después de hacer aquella danza emplumada en la que nos unimos sin desear otra cosa más que estar juntos. Ella huía alegre entre las ramas mientras yo la seguía, entusiasmado. Hasta que encontró el tallo perfecto, resistente y confortable, para poner a prueba nuestras ganas. Levantando las plumas de su cauda y agitando hacia atrás sus alas, me invitaba a respirar su olor, y yo, extasiado, saltaba y la montaba de forma intermitente con el pecho ensanchado, los continuos embistes la embelesaron. A partir de ahí no pudimos separarnos. Construimos juntos el hogar en solo un día, por la urgencia que amerita la postura. Y resultó exacto el esmero: apenas quedó listo y ella se postró, picando entre las ramas del huizache, buscaba su acomodo para poner dos pequeños huevos. Es mi labor recolectar alimento. Cazar insectos, recoger semillas. 

Ella empolló orgullosa hasta el nacimiento de los bebés, y aún después. Ahora que requerimos más comida, me ayuda en la recolección sin descuidar a los críos, siempre cerca del nidal, para no desatenderlo. Baja de la gavia al suelo y destroza una vaina de una picotada. Regresa con las semillas. Veo desde lejos cómo se acerca un enorme gavilán y se postra en el mezquite que está después de los cardenches, muy cerca de nuestro árbol. Mi sangre se acelera por la presencia del predador y ella se apura a callar a los pichones que, obedientes, cierran el pico y esperan. Ya no localizo al rapaz animal ni lo huelo. Creo que sí nos vio, pero no éramos suficiente alimento para él, tomando en cuenta el esfuerzo que sería sacarnos del nido encerrado entre ramas que parecen barrotes. De un bocado podría comernos uno a uno y es necesaria sólo una de sus garras para someterme a mí o a mi hembra. Tal vez su hambre era muy grande como para conformarse con nosotros. O muy pequeña, y decidió esperar para encontrar otra presa.

Aliviados del espanto, retoman las criaturas su hambriento canto. De vuelta al suelo picoteo escarbando hasta encontrar una familia de gusanos. ¡Qué festín se darán mis hijos! Tal vez saciemos nuestra glotonería con estas larvas frescas y no tengamos hambre hasta mañana. 

Enterradas, luchan las larvas por hundirse más para evitar mi hostigamiento, pero no pueden contener la fuerza de una pareja de aves que trabajan en equipo. Ella nota que he encontrado este banquete y alternamos el vuelo para trasportar el alimento a casa. Desde arriba ve cuando regreso con pedazos de gusano machacado y se lanza al mismo sitio para recoger más y darme lugar de entrar a nutrir a nuestros hijos. Echo el alimento en sus gaznates y regreso al suelo, turnando la labor con mi pareja. Cinco viajes cada uno y habremos reunido bastante para la familia entera. Ella regresa de su último viaje al suelo y me animo a ir por otra ración.

Por gula o ambición, no lo sé. Es sólo que me he olvidado de la rudeza del desierto al paladear la deliciosa pulpa de estos bichos. Disfruto el sabor de su muerte en mi pico, como el de una victoria, una misión cumplida. Embriagado por la fresca ternura de mis presas y la facilidad con la que las obtuve, me ensaño agujereando el suelo para terminar con ellos. Y así como su refugio se convirtió en un matadero de un instante a otro, mi alegría se troca en un intenso dolor al recibir este rotundo golpe. Un cuerpo colérico me sofoca y me es imposible liberarme. 

Aleteo desesperado y pienso en los polluelos que no dejan de chillar. Me corroe la angustia de saber que ellos son testigos de cómo este asesino acribilla mis alas con su rígida boca. Me tiene trabado con la fuerza de su vuelo. Indefenso, por más que quiero no puedo liberarme de la ejecución. Se arroja mi compañera para defenderme infructuosamente, el carnicero aprovecha esa furia para arremeterla con gran fuerza. Esquiva el embate y la remata como lezna que entra en las plumas y la piel, contra un suelo que se encostra matizando el rojo de la sangre que va a nutrir a los gusanos. Ella cayó en la inconsciencia instantáneamente. El alcaudón me pinza con su sólido pico y se echa a volar llevándome hasta el cardenche para empalarme en una espina grande. Sufro una intensa punción que aumenta mientras el pincho me atraviesa la carne. También mi miedo crece y se desliza a través de mí. El verdugo ejerce presión hasta dejarme bien clavado para después ir a recoger el cuerpo desecho de mi consorte. Cuelgo agonizante de un ala y veo a un ratón desesperanzado por los intentos de soltarse. También pende de otra espina que atraviesa su pellejo. A lo lejos, en el huizache, increpan mis hijos desamparados. Me aflige no poder consolarlos y me atormenta el hambre que tendrán. Lucho y cada movimiento incrementa el dolor. La sangre empapa mi plumaje. A pesar de los esfuerzos que hago no logro salvarme, mi destino inmediato es un cruel final. Y aunque quiero pensar que aún podemos escapar, la realidad me castiga y me muestra cómo esta ave asesina atraviesa sin piedad, frente a mis ojos, en una enorme púa, el cuerpo de mi adorada, para dejarla inmóvil ante el ruidoso clamor de nuestros pequeños. Ya no espero nada, sólo que termine esta tortura, pero ahora comienza a despedazarla, perforando a picotazos su cuerpo, ayudado por el cardenche indiferente. Cada vez que le arranca un trozo de carne al cadáver, vuela y desaparece por unos momentos y después regresa a masacrarla aún más. No tengo nada en la mente más que el triste recuerdo de mis críos que llamaban pidiendo más gusanos. Me pregunto si así disfrutan ahora las crías de este homicida el sabor de la madre de mis hijos. Me acongoja el encontrarme a mí mismo como un matón ante tantos pequeños seres, bichos e insectos, para alimentarme  a mí y a mi familia. Entiendo mi porvenir como un sanguinario festín del cual yo era comensal. Ahora somos el almuerzo. Y mis ingenuos pichones sin alimento vivirán un lento deceso. Aún sin saber volar y ni siquiera cantar, su vida se apagará, tal vez por la noche, si llega algún acechante y afortunado depredador a terminar con su hambre.

Ya queda sólo un cuero emplumado que el viento agita, sujetado por la punta ganchosa, residuos de la mutilación de mi consorte. Con poco aliento, cansado por tratar de desclavarme, espero ser el próximo inmolado. Y comienza la metralla. Picoteo que agujera mi pecho, destrozando piel y vísceras. Me despluman las estocadas que me propina y que abren mi carne al flujo de mi propia sangre. Mis pulmones se inundan y los golpes en mi cabeza me mandan a un estado de consciente inmovilidad, confusión y pánico. Todo lo escucho distorsionado y mi vista comienza a nublarse lentamente en un brillante vacío. La última serie de imágenes que percibo son una enorme sombra de las alas del gavilán que encuentra en mi ejecutor la ración adecuada a sus deseos y lo rapta, aprisionándolo entre sus garras y volando por el resplandeciente fondo blanco de las nubes, en el que pierdo la esperanza. Colgado de un ala.

 

*Estudió un curso propedéutico en la Escuela de Escritores de la Laguna, en Lerdo, Durango, y un diplomado en creación literaria impartido por el Instituto Municipal de Cultura de Torreón. Fue beneficiario de Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) del Estado de Durango en su emisión XVII por el proyecto "Cuentos Humanos en Ambientes Salvajes", libro inédito. Fue becario del programa Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) 2016 -2017 por el proyecto “A Golpes de Marro”.