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El contagio de la literatura
“Digo, pues, que los años de la fructífera Encarnación del Hijo de Dios habían llegado ya al número de mil trescientos cuarenta y ocho, cuando a la egregia ciudad de Florencia [...] llegó la mortífera peste [...] tras comenzar unos años antes en los países orientales, y tras privarles de una innumerable cantidad de vidas, propagándose sin cesar de un lugar a otro, se había extendido miserablemente.”
Así comienza Giovanni Boccaccio la descripción de la peste negra de 1348 y su tránsito devastador en su “Decamerón”. Cada uno interprete estas letras según su imaginación, cada uno encuentre y exalte paralelismos proféticos y apocalípticos si así le place: estamos ante la literatura, bicho contagioso que inflama el aparato crítico y compromete el sistema imaginatorio.
Escribió Tommaso del Garbo —médico de aquellos años—: “Hay que convivir con personas alegres y divertidas, huyendo de toda melancolía, y acostumbrarse a estar no con mucha gente en la casa en donde tú tienes que vivir.”
Parece que Boccaccio siguió la recomendación. En su “Decamerón” convocó a Pampina, Fiammetta, Filomena, Emilia, Lauretta, Neifle y a Elissa, a reunirse en una hermosa villa en las afueras de Florencia no sin la compañía masculina de Pánfilo, Filóstrato y Dioneo. Parece que 1348 no fue el año de la paridad de género, ¡qué barbaridad! Pero aún así se la pasaron de lo lindo contándose sabrosos y picantes relatos, cien para ser exactos. La villa tenía “...un hermoso y amplio patio central, con pórticos y con salas y alcobas a cual más bella y decorada con agradables pinturas dignas de admiración, con pequeños prados y con maravillosos jardines y con pozos de agua fresquísima y con bodegas de preciados vinos...” Todo esto y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la muerte negra.
Lo sé, lector avezado, los últimos renglones no son de Boccaccio y mucho menos míos. Son de Edgar Allan Poe. Es que no encontré mejor punto de quiebre para recomendar a aquellos de espíritu más oscuro, a aquellos que gustan de saludar de beso a la literatura en tiempos apocalípticos, la lectura de “La máscara de la muerte roja”.
En este relato la fatalidad también tiene color, pero no fueron diez jóvenes sino “mil robustos y desaprensivos amigos” los que reunió el príncipe Próspero en una de sus abadías fortificadas. “Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta... El príncipe había reunido todo lo necesario para el placer. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino.” En palabras al alcance de todo el mundo, se trataba de poner en cuarentena a todas aquellas personas.
Una vez más descubriste mi añagaza, lector sagaz. El último párrafo no es ni de Boccaccio ni de Poe ni mío, sino de José Saramago. Esta vez no encontraba giro adecuado para invitar a los de temperamento reflexivo, a aquellos que gustan de indagar en los abismos de la existencia cuando ven de frente a la fatalidad, a la lectura o relectura del “Ensayo sobre la ceguera”.
El mal blanco. Así fue designada la ceguera que asoló la indefinida ciudad saramágica. Tal vez la vida en circunstancias extremas pueda devastarnos más que la muerte misma. ¿Qué clase de recónditos instintos se manifestarían ante una pandemia de tal calaña? No habría para los contagiados villas arcádicas ni lujosas estancias iluminadas por vitrales polícromos. Aquí la muerte no sería la invitada más incómoda.
Preclaro lector, ¿cuál de estos colores quieres vestir en tiempos de coronada virulencia?
En cuanto al contagio de la literatura, si ya la has besado resígnate, yace con ella sin miramientos. No existe cura.
Nota. Utilicé las traducciones de María Hernández Esteban, Julio Cortázar y Basilio Losada.