El cómico cansadito

Usted está aquí

El cómico cansadito

Cierto amigo mío cuyo nombre no puedo decir sentía un santo temor de trabajar. Se parecía a otro sujeto, burócrata él, que hace unos días se hallaba sentado en el sillón de su escritorio con aspecto de alguien que no está. Lo vio en esa actitud uno de sus compañeros, y le preguntó:

-¿Qué haces?

-Aquí -respondió el haragán hablando como Donato-. Esperando el aguinaldo.

¡Y es apenas la mitad del año!

Dije “hablando como Donato” porque recordé a Donato Gil, actor saltillense salido del meritito barrio del Ojo de Agua. Carpero de los buenos, llegó a tener gran fama en los tiempos en que había que competir con Cantinflas, Manuel Medel, Pompín Iglesias -padre- y tantos otros cómicos de extraordinaria calidad. Donato fue conocido como “El cómico cansadito”, pues hablaba arrastrando las frases y meneándose todo, como si le costara trabajo pronunciar cada palabra.

Así hablaba aquel amigo mío que mencioné. Su papá se quejaba de él. Decía con acento dolorido:

-Ya no quiero que le guste el trabajo, nomás que le pierda un poquitito el asco.

Casó mi amigo, y no tuvo familia. Las gestiones para engendrar la prole algo tienen de actividad y movimiento, y a él no le gustaba ni una cosa ni la otra. Supongo que tal es la razón de que en su matrimonio no hubiera hijos. Su esposa era una gran aficionada al séptimo arte, pero nunca lograba que su marido la llevara al cine, pues salir de la casa le causaba un problema: la gente que lo conocía y se topaba con él le preguntaba cosas como: “¿Qué haces?” o: “¿A qué te dedicas?”, y él no sabía qué contestar, pues simple y sencillamente no se dedicaba a nada. Si hacía las tres comidas diarias era sólo porque su papá -de él- le daba por abajo del agua a la esposa de su hijo lo necesario para el gasto de la casa. Y ni siquiera se tomaba aquel grandísimo holgazán el trabajo de preguntarle a su mujer de dónde salía la pitanza diaria. Debe haber sido un gran creyente en la Divina Providencia, pues el pan de cada día le caía del cielo, como el maná a Moisés en el desierto.

Un día llegó al Cinema Palacio una película de John Wayne llamada “El hombre quieto”. Si mal no recuerdo aparecía en ese film Maureen O’Hara y aquel “viejito” -así decíamos entonces- que representaba como nadie el papel del irlandés amable, Barry Fitzgerald. Pero la estrella principal era John Wayne. Este actor era el ídolo de la esposa del haragán del que hablo.

Le dijo a su marido:

-Viejo: llévame al cine.

-¿A qué? -preguntó el perezoso, que estaba todavía echado en la cama, y eso que era ya casi el medio día, y la comida ya estaba. ¡Bonita pregunta la suya! “¿A qué?”.

-Pos a ver la película -respondió la señora, humilde-. Dan una de John Wayne.

-¿Quién es ése? -quiso saber el sujeto.

-Es un artista de Hollywood -le explicó la señora-. Trabaja muy bien.

-¡Ah, no! -se asustó el hombre-. ¡Si es cosa de trabajo yo no voy!

Muchas historias podrían contarse de saltillenses que se las arreglaban -y muchos se las siguen arreglando- para vivir sin trabajar. Arte supremo es ése, y ardua ciencia cuyos practicantes merecen reconocimiento.