El cementerio de las palabras

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El cementerio de las palabras

Entre sustantivos y adjetivos, verbos y adverbios, la Real Academia de la Lengua –sí, esa irritante institución que en últimas fechas ha ganado notoriedad por humillar en su propio juego a los cibernautas que buscan “trolearla” vía Twitter– anunció las 2 mil 793 palabras que, por desuso, ha decidido eliminar de nuestro cervantino lexicón.

¡Ya estarán contentos! Dos mil 793 voquibles que van a ir a parar al cementerio de las palabras nomás porque nunca se dignaron a pronunciarlas de vez en cuando, no se diga ya a escribirlas en algún “tuit”, “post” o “chat”.

Si bien, a algunas palabras se les ha otorgado recientemente su carta de naturalización en la patria del idioma español, tales como “selfi” (debo admitir que se ve bonita castellanizada) o “sororidad” (ésta me provoca mucho miedo) o la misma “tuit” y sus derivados, también hay bajas que estimo dejarán muy lamentables vacíos.

El retiro de otras voces sin embargo me parece un auténtico crimen lingüístico. Es el caso de “titilante”, con la cual describimos aquello que tiene un trémulo fulgor. Es una palabra hermosa por demás, no obstante la RAE decidió declararla occisa.

Otras como “acogotado”, “pilluelo” y hasta la interjección “¡caracoles!” han sido jubiladas prematura e irreflexivamente a mi parecer.

Y otras más como “cocotriz” (la hembra del cocodrilo), “churrascarse” (quemarse algún alimento) o “cuñadez” (relación de cuñados) son una auténtica chulada que habrían merecido tener una segunda oportunidad.

No, RAE, no nos causas ninguna gracia.

Y es que ni siquiera el desuso se antoja como causal que justifique el retiro de un término. ¡Vamos! Si por la vida cruzamos acumulando objetos sin utilidad ni propósito, cosas materiales que nos roban espacio y nos agobian hasta el hacinamiento, ¿por qué tenemos que deshacernos de vocablos que son etéreos, meras ideas que residen, sin apenas ocupar espacio, en el ilimitado mundo del pensamiento?

Me parece inequitativo y por demás injusto.

Muy a propósito de justicia. Si hemos de deshacernos de ciertas palabras (yo no sé con qué razón), ¿por qué mejor no suprimir o “sentar un rato en la banca” a aquellas que, por más que las empleamos a diario, han terminado por perder todo atisbo de valor o significado, como es precisamente el caso de “justicia”?

Si lo pensamos bien, “justicia” no es sino la pura carcasa de lo que otrora fue una palabra importante, una que contenía un muy elevado ideal que por desgracia el mundo no vio cumplirse.

En mi País y muy particularmente en mi patria chica, “justicia” se emplea todavía (a veces incluso con mayúscula) para adornar discursos oficiales, nombres de cargos, dependencias y eslóganes de campaña, como si nadie se diera cuenta que es un cadáver reseco que ya deja un regusto pútrido luego de pronunciarse.

Y no me haga, por favor, comenzar con “verdad” que durante siglos quizás se presumió como la más virtuosa de todas las palabras del español, tal vez de cualquier idioma.

A diferencia de su hermana “justicia”, “verdad” no está muerta (aún), pero dado que dejamos de buscarla y en cambio nos arrogamos su posesión absoluta, total y definitiva (esté o no de nuestra parte), terminó perdiendo aquel hálito de pureza, de doncellez inmaculada y ahora la “verdad” tiene la reputación de la mujer pública, que se va del brazo con el mejor postor.

Y qué me dice de la “objetividad”, que de tanto discutirla fue cómodamente declarada como inexistente por el gremio periodístico, lo que mucho ayuda a los mercenarios del oficio a estar siempre en lo correcto.

Dado que la “objetividad” es un mito fabuloso –como el Sasquatch–, hasta el reportero más falaz, el editor más amañado, el noticomentarista más virulento se puede amparar en ese relativismo derivado de aquella supuesta inexistencia de la “objetividad”.

No, señores y distinguidas damas miembros de la Academia. Yo me lo pensaría mejor antes de suprimir del diccionario a la “cocotriz” o al “pilluelo”.

Si fueran sensatos considerarían mejor la baja de esas palabras huecas y estériles que ya conservamos como meros objetos de ornato de nuestra lengua.

Me atrevo a suponer que si retiramos del habla lo que ya es puro significante y nada de significado, los pobres vocablos condenados, esos a los que decidieron quitarles el soporte vital, tendrían una segunda oportunidad.

Nosotros de paso nos habríamos visto obligados a hacer algo, un esfuerzo en cualquier dirección, por recuperar el derecho a invocar por su nombre a la justicia, la objetividad y la verdad.

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