El átomo acomplejado
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El átomo acomplejado
Einstein dijo una vez una frase que me parece la radiografía de nuestra sociedad: “¡Triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. Y parece que uno de esos prejuicios es afirmarse abiertamente como católico. Recuerdo, por ejemplo, una vez que salí a comer con unos amigos. Cuando íbamos a rezar antes de la comida, uno de los presentes dijo: “¿Qué van a pensar los demás? ¡Hagámoslo en privado!”. Un buen amigo le contestó: “Mira, si a esos novios de la mesa de enfrente no les da vergüenza besarse, acaramelados, en público, ¿por qué me va a mí darla el rezar?”.
Esta vivencia abierta de la fe parece estar en peligro de extinción. Tal vez por eso los testimonios ayudan mucho. Quisiera ahora presentarles dos que, creo yo, pueden sernos de estímulo.
1. Los hijos de la monja:
“¿Por qué los padres y las monjas no pueden casarse y tener hijos?”. Ésta fue la pregunta que me lanzó el otro día una joven de 17 años, con ojos exigentes, deseando una respuesta a su gran interrogante. En ese momento le dije que, en realidad, se hacía una opción de vida. Sí, el matrimonio es hermosísimo y la Iglesia misma no se cansa de defenderlo. Pero los sacerdotes y las monjas deciden, por voluntad propia, renunciar a este don para dar su corazón no sólo a un hombre o a una mujer, sino a Dios y a todos los hombres. Unas semanas después, me di cuenta que no dije toda la verdad: los padres y las monjas sí tienen hijos. ¡Cómo no se me ocurrió comentarle el hecho de Sor Anne Thole!
Sor Anne, de origen alemán, llevaba 35 años a sus espaldas, dos de ellos trabajando en Sudáfrica. Ahí ayudaba en la misión de la Iglesia católica de Maria Ratschitz, donde se dedicaba a atender a enfermos de sida. Todo parecía una vida tranquila para esta joven religiosa, amante de tocar la guitarra y dirigir el coro. Pero Dios pensó para ella en un camino distinto, aunque no menos hermoso.
Un incendio se desató en el hospital y se tuvo que evacuar a muchos de los enfermos. En una cabaña en que se encontraban ocho de ellos, lograron sacar a cinco… pero los otros tres morirían sin remedio. Entonces, el corazón materno de Sor Anne no pudo contenerse. “Se lanzó al interior. Las exhalaciones eran excesivas”, contaba una compañera suya. Pero el techo colapsó, muriendo, junto con ella, las tres personas que intentó salvar.
No se dejaron esperar los comentarios: la prensa local lo calificó como martirio, toda la gente se conmovió ante su ejemplo. Mons. Michael Rowland, que vive a 500 metros del hospital, reconoció: “Sor Anne ha sido muy valiente. Dio la vida por sus pacientes. Y transmitió una enorme alegría, pues tenía un gran amor por su vocación”.
Me pregunto si esta noticia puede resultar trágica a más de uno: ¡Pero… no se salvó! Es verdad. Pero, estoy convencido que Sor Anne resplandece ya en el corazón de muchos: “todas las novicias la adoraban”, comentaba Mons. Rowland. Tenía ese amor tierno y maternal, capaz de llevarla incluso a la muerte por sus 3 “hijos” enfermos.
¡Cómo no se me ocurrió contarle esto a mi joven inquisidora de 17 años! A lo mejor se animaba también a ser “madre de familia muy, pero que muy numerosa”… ¿ tú lo has pensado?
2. Somos más:
“Cuando estamos enfermos, cuando el terror psicológico o físico se apodera de nosotros, cuando nuestros hijos mueren en nuestros brazos, gritamos. Que ese grito resuene en el vacío, que sea un reflejo perfectamente natural, incluso terapéutico, pero nada más, es casi imposible de soportar”. Estas líneas de George Steiner han revoloteado en mi interior al ver una imagen que se ha reproducido por internet con los atentados terroristas más grandes de toda la historia. Repasando, recordé mi estancia en Madrid y las caras pintadas de sufrimiento y angustia que sellaron el 11 de marzo de 2004, y que aún nos persiguen como fantasmas de ultratumba.
Mientras me revolvía en estos pensamientos, cayó en mis manos un artículo de la periodista española Cristina López Schlichting. En él reproduce el testimonio de los padres de una de las víctimas; y lo hace casi sin tocarlo, como para no violar su pureza. Transcribo un párrafo que vale la pena, pues es una auténtica joya: “A pesar de todo el dolor de nuestro corazón, estamos experimentando la ternura del Padre a través de las innumerables personas que han llorado con nosotros. Os pido una oración, no por mi hijo, que ya está con el Padre, sino por los asesinos de hecho y los que han manejado los hilos, para que lleguen alguna vez a encontrar el amor que necesitan para curar su mal. Nosotros hemos prometido ante su cadáver que lucharemos por lograr, aunque sea una pizca, que esta lacra se extinga. Somos más los que amamos, ¿nos van a poder?”.
Casi estoy tentado a no escribir nada más: el hecho habla por sí solo. ¡Cuánta fe de estos padres! Porque no me pueden negar que es la fe en Cristo la que los sostiene. Si no fuera así, llegarían a la conclusión de que tanto dolor es “casi imposible de soportar”, como refería Steiner. Pascal lo resumió admirablemente cuando dijo que “sólo existen dos clases de personas razonables: las que sirven a Dios de todo corazón porque le conocen, y las que le buscan de todo corazón porque no le conocen”. ¡Benditos sean esos queridos padres! Desde aquí nos unimos a su pesar, pero, sobre todo, les agradecemos el coraje con que inundan el desierto que a veces creamos por una visión pobre de la vida. Y además, nos lanzan un reto: “Somos más los que amamos, ¿nos van a poder?”. Aquí está el desafío y el mundo está muy pendiente de nuestra respuesta.
A modo de conclusión…
Von Hügel escribió que “cuando el cristianismo es odiado por el mundo, la hazaña que al cristiano le corresponde realizar no es mostrar elocuencia de palabra, sino grandeza de alma”. Una grandeza que, si la fomentamos, brotará con la misma soltura con que sale la respiración de nuestros pulmones. Una fe que será fecunda como Sor Anne y abrirá el corazón como los padres del atentado de Madrid. Y, así sí, lograremos desintegrar ese átomo acomplejado de la cobardía que tantas veces parece atenazarnos el alma.