El asunto de la gitana

Usted está aquí

El asunto de la gitana

Guardar secretos constituye una de nuestras aficiones favoritas. Poseer cierto conocimiento en exclusiva representa una valiosa posesión, la cual nos convierte en individuos más interesantes a los ojos de los demás.

De poco sirve, sin embargo -al menos para el ego-, ser el cancerbero de un secreto y, al mismo tiempo, ser el único individuo sabedor de la existencia del mismo. Esta especie de guardián de secretos al cuadrado no provoca envidia, no genera curiosidad, no nos instala en el centro del interés colectivo.

Lo interesante del secreto es la publicidad respecto de su existencia. El mundo entero debe enterarse de la permanencia oculta de cierta información y, exactamente después, saber quién es el único ser humano sobre la Tierra al cual se ha permitido acceder a ésta.

La fórmula de la Coca-Cola, por ejemplo, es un buen ejemplo de esta circunstancia. De acuerdo con las versiones conocidas, sólo dos individuos en el mundo conocen los ingredientes exactos para reproducir la bebida azucarada más famosa del planeta y, según se dice, eso obliga a cosas como el hecho de jamás viajar juntos en el mismo avión.

¿Se imagina usted llegar a una pachanga y de pronto ser presentado como el poseedor de tan formidable secreto? Uno se convierte en celebridad de forma instantánea… todo mundo quiere tomarse la selfie junto a quien tiene el privilegio de posar la mirada sobre información ultrasecreta.
Por eso mismo, porque ser el poseedor de secretos cuya existencia es desconocida no es nada sexi, quien guarda un misterio de este tipo vive en la tentación perpetua y debe luchar constantemente contra el impulso de decirle a quien se le atraviese: “¿A que no sabes quién tiene en su sala ‘El grito’ de Munch?”

Porque el impulso natural del ser humano está lejos de la confidencia. No fuimos diseñados para operar como bóvedas a cuyas entrañas sólo se accede mediante la combinación específica o se queda uno con las ganas de escudriñar en sus misterios. Al menos, necesita uno acceder al desahogo de la insinuación, de la siembra de la duda, del esparcimiento de indirectas capaces de acicatear la curiosidad de nuestros congéneres.

El cancerbero de una confidencia singular se convierte entonces en un provocador compulsivo, en un instigador de la duda para quien los interlocutores -permanentes u ocasionales- sólo son un pretexto para dar rienda suelta a las tentaciones por dejar escapar la joya alojada en el pecho.

Se cuenta un buen chiste a propósito de esta circunstancia. Un avión en el cual viajaba Cindy Crawford (el chiste es viejo y cuando me lo contaron la Cindy era el ser femenino más deseable del planeta. Si hace falta, actualice usted la historia con la diosa del momento) se estrella en una isla desierta y solamente sobreviven ella y otro pasajero del sexo masculino.
Tras los primeros episodios de forzada convivencia, en los cuales las energías de ambos son dedicadas exclusivamente a la supervivencia, ambos personajes terminan siendo víctimas de los naturales impulsos de toda especie animal… y ocurre lo inevitable.

Tras varios días de tórrido romance, el tipo le hace una petición inusual a la Crawford: “ponte la chaqueta y la gorra del capitán y deja te pinto unos bigotes”. Tras muchos regateos y negativas, la dama finalmente acepta porque le ha ganado la curiosidad de saber la razón por la cual su compañero le ha formulado tan extraña petición.

Ataviada con los pertrechos del capitán de la nave y camuflada con unos bigotes y barba generados con un trozo de carbón, la modelo es abrazada por su compañero quien le suelta, a manera de confidencia: “A qué no adivinas con quién me ando acostando últimamente”.
Definitivamente no estamos diseñados para andar guardando secretos.

Porque incluso aquellos provistos de una gran fuerza de voluntad, son incapaces de sustraerse a la tentación de ir largando la información a trozos y alimentando la curiosidad de sus congéneres a fuego lento.

Eso lo constaté hace poco cuando un buen amigo me contó una historia de su juventud, de la época en que aprendia a manejar y, como todo adolescente en tal circunstancia, intentaba aprovechar cualquier situación para colocarse detrás del volante del auto familiar. Pero en cada ocasión en la cual se ofrecía para conducir, su padre le espetaba un críptico: “No… por el asunto de la gitana”.

Muchas veces preguntó por el significado de aquella expresión y recibió evasivas de todo tipo. Un buen día, sin embargo, el padre se mostró dispuesto a desvelar el misterio y exponer a su descendiente las razones por las cuales le había impedido conducir cuando él estuviera a bordo del auto:

–Cuando era joven –explicó el progenitor– una gitana me leyó la mano y me dijo que iba a morir a manos de un pendejo.

El secreto fue por fin revelado… Y mi amigo se enteró de la casilla en la cual lo tenía colocado la clasificación taxonómica de su progenitor.
¡Feliz fin de semana!

carredondo@vanguardia.com.mx
Twitter: @sibaja3.