El alma perdida

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El alma perdida

Hace unos años estuve en Guatemala. Fui a dar dos conferencias, una en la capital y otra en La Antigua. Volví preso en amores por esta última ciudad. Es uno de los más bellos sitios que en mi vida he visto. Estar en La Antigua es como estar en el siglo dieciséis. Ni siquiera el turismo -es decir ni siquiera yo- alcanza a diluir ese espejismo.

¿Cuántos templos católicos hay en La Antigua? Apunté los nombres de algunos, no de todos: San Pedro, San Francisco,  Santa Clara, la Merced, Santo Domingo, la Candelaria, San José, la Recolección, el Carmen, Santa Rosa, San Agustín, Belén, Santa Lucía, la Escuela de Cristo, San Jerónimo, la Concepción, Capuchinas… Y al último, pero no última, la Catedral.

A mí me gustan mucho los templos. Los de antes, hago la aclaración, no los de ahora. Algunas iglesias católicas posconciliares me parecen templos protestantes, o bodegas. En ellas ya casi no hay santitos. Sus paredes están desnudas, y eso que a los predicadores no les gusta la desnudez en ninguna de sus manifestaciones. Yo, que amo a Dios en lo profundo, en la superficie amo la rica imaginería religiosa del pasado: los cuadros con arrobadas vírgenes; las dolientes estatuas de los mártires; los santos de a pie y de a caballo; los cruentos cristos... En nuestro tiempo muchos profesionales de la religión, sospecho, no creen en lo que hacen. Menos, por tanto, van a creer en los santitos.

Yo sí creo en ellos. Traigo en mi cartera una estampita de San Judas Tadeo. En cierta ocasión, en un restorán de Monterrey, eché mano a la cartera para sacar la tarjeta de crédito y pagar. Distraído, en vez de la tarjeta saqué la pequeña estampa de San Judas y se la di al mesero. La vio él y me dijo:

-San Juditas es muy milagroso, don Armando, pero aquí no le va a hacer el milagro.

Vuelvo a La Antigua. Estoy visitando ahora la iglesia de San Francisco. En cualquier parte donde encuentro al Poverello voy siempre a saludarlo. Segundo Cristo, el de Asís es el más santo entre los santos, porque fue el más poeta y el más pobre. Su templo aquí es muy vasto, y a esta hora se ve casi vacío. El sacristán se ocupa en limpiar con un plumero la cabellera rubia -cabello natural- de Santa María Magdalena. Una mujer de aspecto pobre va hacia él y le dice algo. Él hombre, impaciente, le contesta no sé qué.

Luego, para mi asombro, la mujer viene hacia mí.

-Señor -me pregunta con desesperación-. ¿No ha visto una bolsita negra?     

-No, -le respondo-. Acabo de entrar.

Me dice llena de angustia la mujer:

-Es que en esa bolsita traigo mi alma, junto con otras cosas más, y me la robaron.

Sin esperar contestación va con un hombre que reza su rosario, y le pregunta lo mismo. Al parecer él la conoce ya, pues hace un vago ademán, como pidiéndole que se retire. La mujer -ahora entiendo que está privada de razón- va de una parte a otra de la iglesia buscando por los rincones y tras las columnas su bolsita, y en ella su alma. La veo, y pienso que yo debería también andar en esa búsqueda.

Salgo a la plaza. El sol está radiante. Por la empedrada calle van las indígenas con sus atuendos típicos. Hablan como cantando; su parloteo es una música. La luz y la canción me llenarían de gozo si no es porque oigo todavía la voz de la infeliz que busca siempre, sin hallarla nunca, la bolsita negra donde traía su alma.