Efrén Estrada, Una Poética del Teatro I (Primera de dos partes)
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Efrén Estrada, Una Poética del Teatro I (Primera de dos partes)
El poeta, actor y director de escena francés Antonin Artaud fue uno de los primeros en quejarse del acartonamiento en que, según su opinión, había caído el teatro occidental en los albores del siglo XX. El libro “El Teatro y su Doble” es una colección de ensayos, artículos, manifiestos y cartas en que el poeta disecciona la “decadencia” de este teatro y no pocos de sus argumentos son aplicables a lo que se hace en el teatro de nuestra época.
Por su vigencia, trataré de comentar algunos de estos aspectos en el montaje que de “Latitud”, de la mexicana Verónica Musalem, ha hecho el grupo Calaverita de Azúcar que dirige Efrén Estrada. Y para de una buena vez ofrecer el trago amargo, diré que en este montaje es evidente una concepción de la representación actoral que sigue rindiendo tributo al “método Stanislavski” y a cierto sentido declamatorio del discurso verbal.
Esta es la parte desagradable del comentario, pero enseguida debo aclarar que también hay en esta puesta en escena la continuación de algo que llamaría una “poética del teatro”, misma que Efrén Estrada ha venido esforzándose en construir a lo largo de sus montajes; una poética que aún está a medio camino entre la tradición estatuaria y canónica del gran teórico ruso -y sus discípulos más ortodoxos- y la búsqueda y la investigación propias del joven director y de su equipo de trabajo.
Quizá parezca obsoleto o quimérico lo que propone Artaud en su teoría del teatro, pero aquello que jamás resultará caduco es la necesidad de sacudir y cuestionar lo que consideramos “las bases” del teatro occidental. Si en las ciencias los paradigmas cambian, ¿por qué no han de hacerlo en el Arte? La obra de Stanislavski y todo su sistema emotivo-histriónico pueden ser considerados con justicia como una aportación imprescindible en el “arte dramático”, pero de ninguna manera como algo pétreo e inamovible.
¿Qué sistema de actuación, qué técnica utilizan los actores Oscar Castañeda y Fortino Hurtado en este montaje? ¿Por qué tienen que recitar, sobreactuar y declamar sus parlamentos y su gesticulación? No parecen conscientes de ello: heredan –acaso como el mismo Efrén- un paradigma que es necesario estudiar y asimilar definitivamente para luego añadir a él nuevos esquemas de trabajo, o bien, romper ese paradigma, por peregrino y difícil que parezca.
Los episodios en que “Goyo” y “Manuel” –personajes de la obra- describen y narran crímenes y actos de violencia, ¿deben ser deliberadamente efectistas e histriónicamente retóricos? No. Los actores tienen la libertad de buscar y descubrir otras posibilidades de representación. El actor es un fingidor, pero un fingidor de autenticidades: la violencia y el crimen, entre otras epidemias, azotan a México y al mundo, pero la peor manera de representar esto en un espacio escénico es reproducirlo a partir de recetas de actuación. Porque no hay tales recetas. Ni Stanislavslki, ni Artaud, ni Grotowski, ni Brook, ni nadie tuvo ni tiene ese imposible recetario.
Éste es uno de los rasgos más interesantes de la poética del teatro que Efrén Estrada ha venido construyendo. Los actores de esta obra trabajan sus personajes; el director está ahí aunque su presencia no se advierta. Efrén sabe leer un texto dramatúrgico y comprende que la mejor manera de convertir el texto en vida escénica es dando libertad a sus actores. Éstos proponen, sugieren, aventuran ideas, pero es necesario decidirse: hay que verter nuevo vino en odres nuevos. Los cánones de la actuación decimonónica están craquelados, exhaustos, ya no responden a las circunstancias que vivimos.
Meyerhold, el Butoh y Augusto Boal tienen razón: para llegar a donde estoy debo recorrer el dolor del mundo.
Como director de actores y de escena Efrén Estrada sabe que no es sólo un “agente de tránsito”, como diría el maestro Jesús Valdés: “en este momento tú caminas hacia allá, tú corres hacia acá, tú te detienes aquí”, etcétera. Ni el movimiento escénico ni la actuación responden a un capricho del director sino a una necesidad. ¿Qué necesidad? Eso también hay que buscarlo: está en “el alma” del actor, en el espacio de actuación, en el texto si lo hay, en el aire de cada ensayo y de cada proyecto.
Oscar Castañeda –“Manuel”- tiene el suficiente talento, el suficiente peso escénico para hacer de su personaje lo que apenas asoma en esta puesta en escena. Oficio, presencia, voz, sensibilidad y plasticidad: excelentes virtudes en un actor. Oscar Castañeda las posee: puede dar ese salto paradigmático en cualquier momento. Fortino Hurtado –“Goyo”- es aún inexperto, tendrá que atar muchos cabos y emprender la búsqueda. Por fortuna para ambos, forman parte de un equipo que coordina un director inteligente a quien no interesan los oropeles del estatus cultural ni la pose del hipster, sino el Arte.