Eduardo Galeano y la otra poesía

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Eduardo Galeano y la otra poesía

Foto: Internet.

Eduardo Galeano visitó el pueblo Llallagua en Bolivia y se puso a platicar con los mineros. Le pidieron que les contara cómo es la mar. “Ninguno de ellos iba a verla nunca, todos iban a morir temprano” —relata el escritor uruguayo—“y yo no tenía más remedio que traerles la mar, la mar que estaba lejísimos, y encontrar palabras que fueran capaces de mojarlos”. A esta historia su autor le llamó “Mi primer desafío en el arte de narrar”, pero también es un desafío en el arte de compartir la vida. 

En esta lección sobre los alcances del lenguaje, aparece la poesía. Eduardo Galeano es un hombre de muchos registros. Además de ser el pensador que escribe de las dictaduras en su momento (cuando podía costar la tortura, la persecución, la desaparición forzada), es ideólogo, cuentista maravilloso, periodista cultural, crítico de arte, caricaturista, cazador de palabras, intelectual militante, reparador de la historia chica, admirador del universo desde el ojo de la cerradura. Tiene momentos más literarios como la trilogía Memoria del fuego y otros más filosóficos, como los ensayos políticos. Además de su temple genuino, uno de los poderes más asombrosos de su prosa está en su aire lírico. 

Digamos, entonces, que Eduardo Galeano pertenece a esa estirpe de narradores correspondidos por la poesía. Los hay de diversos estilos. Pensemos, por ejemplo, en Juan Rulfo. Es imposible negar que en Pedro Páramo hay mucho de poema o que cuentos como “Luvina” pertenecen a estos reinos. Esa misma sensación me dejan las novelas de Virginia Woolf y Marcel Proust. También podríamos hablar de la relación inseparable entre la dramaturgia y la poesía. Cuando leemos las obras de teatro de Elena Garro o Tennessee Williams surge de nuevo la inconfundible presencia poética.

Tal vez a más de uno le moleste la comparación entre Galeano con las figuras cumbres del canon, pero para mí no es un hombre menor. Las intenciones son distintas, eso sí. Lo que quiero decir es que cada escritor emprende una búsqueda de su lenguaje. Algunos lo alcanzan en las complejidades de la metáfora y el dominio lingüístico; otros en la acción, que siempre es algo más (pienso en Hemingway); están quienes experimentan; los que son sobrios o barrocos. Ni uno menos valioso que el otro. Galeano supo escuchar la voz de las madres, de los marineros, de los políticos, de los ancestros, los endemoniados y los militares; de los nadie y los de a pie. Escuchó el silencio, los secretos del mar, la memoria de las piedras y de los sitios antiguos. Escribe para la gente con una sencillez tierna y un aliento poético que sana nuestras venas abiertas.

Galeano es poeta cuando narra la historia de los indios que no conocían el papel y como no tenían una palabra para llamarlo le ponen “piel de Dios”, porque sirve para enviar mensajes “a los amigos que están lejos”; es poeta cuando dice que somos de barro, como los primeros libros sumerios y que al barro regresaremos al morir; es poeta cuando habla de Haroldo Conti, su amigo, el gran escritor argentino asesinado por la dictadura; es poeta cuando escribe del hechizo y los espíritus en los cantos primitivos. 

La poesía tiene muchas formas: habita en la canción, en las historias, en la palabra del día. Eduardo Galeano cumple con el deber de los poetas, o al menos de lo que él mismo pensaba que hacían los poetas, como aclara en En Memoria del fuego I:

 

“El poeta señalará las nubes en movimiento y el balanceo de las copas de los árboles.

—¿Ven las lanzas? —preguntará—. ¿Ven las patas de los caballos? ¿La lluvia de flechas? ¿El humo?

—Escuchen —dirá, y apoyará la oreja contra la tierra, llena de estampidos.

Y les enseñará a oler la historia en el viento, a tocarla en las piedras pulidas por el río y a conocerle el sabor mascando ciertas hierbas, así, sin apuro, como quien masca tristeza”.