Economía de la felicidad. Los duros 47 y cómo no hacérmelos más insoportables

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Economía de la felicidad. Los duros 47 y cómo no hacérmelos más insoportables

El economista David Blanchflower ha dedicado una buena parte de su notable carrera al estudio de la “Economía de la Felicidad”, que intenta determinar el impacto, tanto positivo como negativo, que las variables socioeconómicas tienen en nuestros niveles de plenitud y felicidad.

Lamento informar a todos mis condiscípulos, compañeros de camada, cofrades del último tirón del cuarto piso, a todos los nacidos en el primer tercio de la década de los 70 que, de acuerdo con Blanchflower (quien quedará vetado de esta columna hasta nuevo aviso), la edad en que somos más infelices es ni más ni menos que los 47 años, justo la edad que estoy cursando al momento de dar con tan desalentadora conclusión.

No lo dice cualquier hijo de vecino, el economista es considerado el Gurú de la Felicidad por su habilidad para hacer las correlaciones y mediciones pertinentes en esta área en concreto.

Al menos, sus observaciones pintan para tener mayor seriedad que el estudio patito aquel del Blue Monday, que valora al tercer lunes de enero como el día más miserable de todo el año (al menos éste año en concreto ya quisiéramos ser lo felices que fuimos el tercer lunes de enero, sin que lo supiéramos).

El caso es que según Blanchflower, al llegar a la edad en cuestión, nos volvemos más realistas, enfrentamos divorcios, despidos, el deterioro de nuestros padres y surgen los peores conflictos con los hijos. Y por si tiene dudas sobre la representatividad del muestreo, el estudio compiló información de medio millón de personas en 132 países.

Si tan sólo me hubiera llegado esta nota dentro de unos meses, al menos habría podido mirarla en retrospectiva y decir aliviado: “¡Fiu! ¡La libré!”, pero no hoy, cuando todavía me encuentro en el rocoso fondo de la curva de la felicidad que, de acuerdo con Blanchflower, se comporta como una U a lo largo de nuestras vidas (aplica sólo a boomers y generación X, de los millennials y centennials Blanchflower no responde ya, porque sus intereses y satisfactores son un misterio que ninguno de nosotros tiene ganas de desentrañar).

Se supone al menos que al llegar a los 50 uno se vuelve agradecido y comienza a experimentar esa reconciliación con la existencia que nos pone de nuevo en la ruta de la felicidad. Así que ya les platicaré (o eso espero).

Entonces y de momento, mucho agradeceré a todos ustedes el no contribuir a esta agonía que recién me entero que estoy padeciendo. Y es que, por si fuera poco, mis 47 tenían que coincidir con el 2020, el primer año de la pandemia (¿¡cómo que “primer año”!?). ¡Bien jugado, Dios!

Usted puede ayudar a no hacer más aciagos mis 47. ¿Cómo? Hay toda una serie de puntos, la verdad muy fáciles de seguir, para una sana relación con este columnista y a continuación los enlisto:

1. No use lenguaje inclusivo.

2. No me contradiga.

¡Por su atención, mil gracias!

Bueno, otro desafortunado factor que no está haciendo más llevadera esta etapa es el vivirla en plena Cuarta Transformación. Y no lo digo porque considere este gobierno mejor o peor que ninguno de los anteriores regímenes que me haya tocado ver instaurarse, glorificarse, menguar y eventualmente derrumbarse de manera por demás estrepitosa.

¡Por favor! ¡Si sobreviví a López Portillo, qué no sabré yo sobre devaluación, corrupción, crisis, demagogia, represión, presidencialismo y excusas pendejas para incumplir las promesas!

No, lo que hace particularmente insufrible al actual sexenio es la propia gente que pierde todo rasgo de humanidad y empatía conforme se acerca a cualquiera de los dos extremos del espectro político, únicas posturas posibles de acuerdo con estos fanáticos irreconciliables.

Según unos, estar con AMLO es creer con ciega fe en su infalibilidad, pero sobre todo en su divinidad. El tropicalísimo führer no puede ser cuestionado, criticado, juzgado ni mucho menos satirizado. No hay razón que valga por mucho que sea su peso, que pueda vencer el más absurdo disparate proferido por su líder supremo, lo que vuelve la coexistencia con esta grey poco más que intolerable.

Pero también están aquellos que parece que nacieron ayer y hablan como si les fuera novedosa la crisis eterna, la corrupción sistémica y la inoperancia de las instituciones. ¡PtMdr! ¡¿Pos en cuál México vivían y por qué estuve yo 45 años viviendo en el equivocado?! Pero parece que recordarles a estos especímenes que la catástrofe y eventual “venezonalización” de nuestro País ocurrió desde hace un chingo de años, es quemarle incienso al viejito que conduce las mañaneras y pues, tampoco.

La semana pasada intenté –en vano, obvio– discutir sobre la “consulta ciudadana para decidir la posibilidad de enjuiciar a los expresidentes”. El por qué dicha consulta no pasa de ser una simulación quizás lo analizaremos después. Por hoy bástele saber que cualquier intento de razonar o exponer argumentos con un amloísta consumado es inútil y por lo demás frustrante (también, nomás a mí se me ocurre).

Y vale lo mismo para los de la extrema opuesta, que también ¡ah, cómo joden desde que Dios amanece! y no admiten tampoco el menor ejercicio de dialéctica. A unos y otros sólo les diré una palabra que, si no aparece, es porque de tan soez y vulgar, en un acto de decoro y motivado por el bochorno, mi editor decidió omitirla:

¡……!

Ya por último, y de la manera más atenta, le suplico a pros y contras a ultranza se abstengan de toda interacción conmigo, en aras de no hacerme más pesado este viacrucis de los 47 años.