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Dudas que matan
Desde que la Organización Mundial de la Salud (OMS) decretó que el nuevo Coronavirus (COVID-19) es de alcance mundial, en México surgió el temor sobre cómo y con qué se enfrentaría al virus viajero.
Vino el recuerdo inevitable de 2009. Cuando la influenza porcina tuvo un brote acelerado en la zona metropolitana de la Ciudad de México, se supo que era un virus peligroso —por su parecido a una gripa— que era altamente contagioso, que afectaba principalmente a bebés, embarazadas y adultos mayores y que un diagnóstico equivocado llevaba a un fatal desenlace. Más de mil 600 casos fueron registrados en un periodo de apenas unas cuantas semanas.
El gobierno de la Ciudad de México aplicó el protocolo de prevención bajo estándares de la OMS. Creó una célula de manejo de crisis y hubo un paro de actividades del 26 de abril al 6 de mayo. En coordinación con autoridades federales, todas las instancias de salud, públicas y privadas, fueron involucradas en la estrategia.
No faltó quien se encargara de difundir rumores sobre el ocultamiento de datos, la inoculación expresa del virus por parte de un comando de la CIA o el trabajo oculto de perversos laboratorios en búsqueda de ganancias. Para ahuyentar fantasmas, se desarrolló una política de transparencia que mitigó las dudas, generó la colaboración entre sector público y sector privado y sobretodo logró modificar el comportamiento de la población. La aparición del Tamiflu y la generación de la vacuna lograron controlar la enfermedad que azotó a 73 países.
La política de información siguió los estándares de lo que investigadores como Archon Fung, David Graham y David Weil llaman transparencia para resolver. Se trata de una forma coordinada de lograr que el derecho fundamental a saber resuelva un problema público. Esto sólo se logra si: el propósito público está bien definido, si se difunde información de oportuna, clara, accesible y desagregada y si hay colaboración y articulación de medios de comunicación, instancias especializadas, empresarios y ciudadanía. Sin importar el color político o las creencias personales, el propósito es simple: salvar el mayor número de vidas.
Quienes han optado por esta estrategia, como lo hizo Corea del Sur con el coronavirus, saben que el desarrollo de estas políticas provienen de la coyuntura y que un error de diseño puede atraer efectos no deseados como compras de pánico, escasez y pérdida de confianza. Sin embargo, los factores de éxito están en el actuar solidario y el entendimiento compartido de que cada ciudadano puede hacer la diferencia.
La pandemia por el COVID-19 desafía la capacidad de respuesta de gobiernos y ciudadanía. En México, hasta ahora tenemos acciones e información contradictorias, desarticuladas y dispersas que no han logrado sembrar confianza. Mientras la OMS brinda reportes diarios y detallados sobre la rapidez de propagación del virus y da herramientas de capacitación, comunicación e información, en México los dichos y los hechos no son congruentes. La falta de una estrategia nacional ha generado que en cada entidad los gobernadores salgan a enfrentar el problema como entienden. Por citar algunos casos: mientras en Tabasco, Puebla y CDMX se insta a guardar la calma, en Veracruz el gobernador ha ofrecido dar él mismo cursos en línea para profesores. En Aguascalientes, Baja California Sur, Nuevo León, Jalisco, Quintana Roo, Tlaxcala y Zacatecas se han aplicado medidas de aislamiento y suspendido eventos públicos a pesar del costo económico que acarrea. En Sonora y Chihuahua se ha definido una política de información puntual entre medios de comunicación e instancias de salud y en Campeche los diputados decidieron sesionar a puerta cerrada y con una curul de distancia entre uno y otro. Esta diversidad hace difícil entender cómo se toman las decisiones y quiénes pagarán el costo de las mismas. Y mientras tanto, en el mundo van ya 207 mil 860 personas contaminadas, 8 mil 657 muertos en 266 países distintos.