Drama y esperanza en un confín de Saltillo: Ricarda y sus hijos, que casi no hablan pero saben sonreír
FOTOS Y TEXTO: JESÚS PEÑA
Lo primero es el olor a tortillas de harina cociéndose en el comal de la estufa de la cocina de doña Ricarda.
Es de mañana y estoy mirando, absorto, cómo las tortillas, blancas, redonditas, se inflan, cual globo aerostático, sobre la candente plancha de metal.
“Eso quiere decir que sé hacer tortillas de harina…”, dice Ricarda con una sonrisa jactanciosa.
Toma otra bola de masa, la sopesa, la mete en la máquina cobriza y eléctrica de hacer tortillas, cierra la máquina, aplasta la palanca, abre la máquina y lanza, la masa apisonada y cruda al comal.
El resultado es un aroma que embelesa.
Ricarda voltea con la pala, una y otra vez, las de harina en el fuego y cuando ya están bien cocidas, que están listas, las coge con los dedos y las arroja, con dotes de malabarista, sobre una mesa que está como a tres metros y que reboza de tortilla recién hechas.
Todos los días Ricarda repite la misma operación hasta echar 10 kilos, a veces 15, de tortillas de harina, que después de embolsar en bolsas transparentes vende en tres tiendas de su barrio, para así ganarse algún dinero y mantener a sus hijos.
HACE TODO POR SUS HIJOS
Ricarda Esparza Ordóñez tiene 51 años, es separada desde hace 20 y de los siete hijos que engendró, (tres mujeres, cuatro hombres), cinco, (cuatro hombres, una mujer), viven con retraso mental simple, así le dijeron los médicos a Ricarda que se llama la enfermedad.
“Mis niños”, suelta Ricarda y pone cara de ternura.
Ricarda no sabe cómo, porqué fue que a ella le tocó ese destino en suerte.
Ricarda piensa que fue por la vida que le daba el padre de los chicos, Ricarda no comía bien, le faltaba alimento, y su pareja, un hombre adicto al alcohol y a las drogas, le pegaba, le tundía a puñetazos cuando volvía de sus juergas.
Pero los médicos dicen que lo de sus niños fue por culpa de la genética.
Y a lo mejor sí, reflexiona doña Ricarda, porque a varias de sus hermanas les nacieron uno o dos hijos con la misma discapacidad.
Vaya a saber.
Estoy en casa de Ricarda con Ricarda.
La casa de Ricarda es blanca y baja, con su puerta de chapa, sus ventanitas de chapa a los lados y en la esquina un rosal,
A Ricarda le gustan los rosales.
Es la casa que Ricarda levantó con lo liquidación que le dieron después de haber pasado 10 años de su vida sobándose el lomo en los tres turnos de la firma Vitromex.
A la sazón los hijos de Ricarda eran unos plebes y ella tenía que dejarlos solos a la hora de ir a trabajar o encargarlos con una vecina para que se los cuidase.
EN LA CASA DEL FINAL
La casa de Ricarda queda hasta el final, número 206, de una calle que se llama José de las Fuentes; la calle José de las Fuentes queda hasta el final de una colonia que se llama Mario Ortiz; la colonia Mario Ortiz queda hasta final del surponiente de Saltillo, justo a la orilla de unos rieles de ferrocarril por donde, de vez en cuando, pasa un ferrocarril pitando, bufando, chirriado, haciendo escándalo por toda la colonia.
Antes Ricarda anduvo de renta, de un lado para el otro, de una casa a otra, cargando con sus siete hijos, porque los dueños la echaban pa fuera, le pedían la casa.
“No duraba, luego, luego me corrían porque estos niños eran bien traviesos”, me cuenta.
Pero eso ya es historia, ahora Ricarda tiene casa propia, su casa.
“Me armé de valor, hice mi casita, yo solita, bien fregada, pero a mucha honra, decentemente, poquito, pero ái la llevamos”.
Dice Ricarda mientras sus niños, que ya no son tan niños, (Lupita, que es la mayor tiene 34 años, Chuy tiene 28, Ricardo 26, Orlando 25 y Alán 23), deambulan en derredor nuestro, escuchan la plática, sonríen, saludan, otra vez sonríen, saludan…
El rostro de la inocencia, me digo.
Los niños de Ricarda hablan poco, dicen su nombre, su edad, casi no hablan, pero saben sonreír, saludar, hacer amigos, ganarse a la gente.
No van a la escuela.
En algún tiempo asistieron al CAM (Centro de Atención Múltiple), número 5, que está en la Guayulera, pero los dieron de alta por la edad, porque crecieron, porque se hicieron grandes…
Aparte Ricarda ya no pudo llevarlos más, por razones de dinero.
“Yo trabajaba en Vitromex, me quedaba primero, segundo y tercer turno, llegaba y los llevaba al CAM, ahí como Dios me daba licencia. Luego ya se me complicó más porque tenía que pagar carro, llevarlos en carro y traerlos en carro y pos ya no pude, la verdad, ya no pude hacerle la lucha, pero aquí están, de perdido”.
De perdido, dice Ricarda.
Allí les daban cocina, carpintería, artesanía, lavandería, pero aprendieron poco, casi no aprendieron, no se concentraban.
Y los niños de Ricarda tampoco pueden trabajar.
“Nomás están aquí en la casa, pa dónde más arrancan...”,
¿Está enojada con Dios Ricarda?, ¿le echa en cara?
Le decía a Dios: “ay Dios, por qué yo, por qué a mí, yo no he hecho nada malo, yo no me merecía tanto…”.
Andando los días Ricarda ya se conformó. “Luego yo digo ‘pero no, son mis hijos, como sea, pero son mis hijos y yo me meto por ellos hasta donde sea y aquí estaré con ellos hasta que Dios me dé licencia’”.
¿Cuánta gente hay que no abandona a sus hijos, aunque estén sanos?, pregunta al aire Ricarda.
“Orita no tenemos nada qué comer, pero digo, ‘no, yo no me voy a rajar, voy a ir a buscar más tiendas pa vender mis tortillas y a ver qué hago’, no, yo no me rajo…”.
¿Es feliz Ricarda?
Yo soy muy feliz, porque teniendo a mis hijos yo soy muy feliz… Así como me ve, aquí adentro haciendo mi quehacer o mis tortillas o lo que sea…
‘SABE DIOS UN DÍA QUE YO NO ESTÉ QUE VA A SER DE ELLOS’, LAS PREOCUPACIONES DE UNA MADRE
Ricarda no para en su labor diaria de procurarle sustento a sus hijos. Como viven al día, lo que más le preocupa es lo que harán cuando les falte
A mediodía Ricarda empaqueta las tortillas de harina que ya se han enfriado en la mesa.
Dice que en un momento saldrá para las tiendas a ofrecer sus tortillas, Ricarda debe traer dinero a casa, hoy tampoco tiene qué darles de comer a sus hijos, pero con lo que saque de la venta, unos 170 pesos, ya comen algo.
Y esa es la rutina, el itinerario diario de Ricarda: echar tortillas de harina, salir a la calle a venderlas y traer algo de dinero.
EL PRIMER CONTACTO
La primera vez que toco en casa de Ricarda me abre una muchacha rubia que tiene un tatuaje de una rosa esculpido en el antebrazo.
Es una de los siete hijos de Ricarda, sólo que ella no tiene discapacidad, vive con Ricarda porque está separada, tiene una hija, trabaja de turnos en una fábrica, apoya con el gasto de la casa y ayuda a Ricarda a bañar a los chicos.
Algunos de los niños se bañan solos, pero a otros de plano hay que meterlos. “Mija dice que cuando yo ya no esté, ella se va a quedar con sus hermanos, es muy buena gente mija”.
La otra hija de Ricarda, que tampoco está enferma, tiene esposo, hijos, vive aparte, en la Guayulera.
Un día en la vida de los niños de Ricarda es así: se levantan, desayunan, ven la tele, caminan, salen a la puerta, juegan con sus amigos… Acá en el barrio todo mundo los quiere, dice Ricarda.
Me echo a la calle con Ricarda. Apenas el sol nos ve librar la puerta de la casa se esconde, disimulado, detrás de una nube gris y gorda.
Y entonces la tarde se apaga, palidece, como si alguien hubiera bajado el switch del mundo. En la lejanía se escucha la música, como de caja de música, del carro de los helados.
Ricarda, oriunda de Mazapil, Zacatecas, se está acordando de cuando era nena, que vivía en el barrio de San Isidro, con su familia: mamá, papá, 14 hermanos.
Ricarda era una de las menores. Su madre murió de la vesícula cuando Ricarda tenía 11 años. Su padre y sus hermanos le pegaban, ya porque se pintaba, ya porque salía a la calle, ya por cualquier cosa le pegaban.
“Como que era gente de antes”, dice Ricarda.
Tenía 15 años y había terminado la secundaria, cuando por escapar de las palizas que recibía en casa, Ricarda se fue con un muchacho del barrio.
“Yo me salí con él porque en mi casa me maltrataban. A mí se me hizo fácil, dije ‘éste me habla a mí…’, y entonces ya me fui con él”
Al principio, el muchacho aquél la trataba bien. Con el tiempo su carácter mutó:
Dejó de trabajar, llegaba borracho y drogado a la casa de alquiler donde vivían, y golpeaba a Ricarda con los puños cerrados, como si Ricarda fuese otro varón.
“De primero bien y bien, ya después creo que empezó a juntarse con malas amistades, empezó a tomar y a pegarme”.
Ricarda se había llenado de hijos, siete, y aguantó… callada. “Le aguanté bastante porque dije ‘¿qué voy a hacer con tanto niño?’”.
Hasta que al hombre le dio por pegarle a los chicos también…
Esa fue la gota que desbordó el río de la paciencia de Ricarda.
Y entonces se separó, lo dejó a aquel señor.
“Su papá… es que nos golpeaba. Me golpeaba a mí, los niños empezaron a crecer y los empezó a golpear y yo lo dejé, dije ‘no, si me quedo aquí me va matar a uno de mis hijos y yo qué voy a hacer’, desde entonces estoy sola…”.
Viera lo que me decía ese señor…
¿Y qué le decía doña?
No, porque aquí están los niños.
De eso hace ya 20 años.
Entonces Lupita, la mayor, tenía 14. De ahí en adelante la familia de Ricarda anduvo como nómada, rodando, rodando, rodando de casa en casa, rentando.
De ahí en adelante la vida de Ricarda fue, ha sido, trabajar, trabajar, trabajar, primero en una fábrica de pisos y muebles, más tarde, que la hubieron liquidado cuando cumplió 10 años, limpiando casas ajenas, echando tortillas de harina.
Entro de nuevo a la casa de Ricarda con Ricarda. En la sala donde hay un mueble con una pantalla, un equipo de sonido, una mesa y varias sillas, los hijos de Ricarda posan para la foto, son Alan, Orlando, Ricardo, Lupita y Jesús.
Los niños de doña Ricarda. Se abrazan, sonríen, juguetean. La inocencia en persona, pienso.
En medio de la cocina Ricarda empaqueta en unas bolsas de plástico las tortillas de harina.
Dice que aunque es un trabajo pesado a ella le gusta eso de echar tortillas, porque puede estar la mayor parte del día en casa.
De repente, dice Ricarda, venían los policías de la municipalidad y le traían despensa o ropa, pero desde que empezó la pandemia que no se paran por acá.
“Ya orita no ha vuelto nadie y orita estoy en una situación muy crítica porque imagínese cuánto he de sacar yo de las tortillas…”.
Ricarda dice que ahora lo que más le preocupa es qué va ser de sus hijos cuando ella falte, que ya no esté, que se vaya de este mundo.
Ricarda tiene hipertensión.
“No pos yo le echo ganas y los mantengo hasta orita, pero sabe Dios un día que yo ya no esté qué va a ser de ellos. Es lo único que me apura…”.
Lupita además de vivir con retraso mental simple, es diabética y tiene el colesterol alto. Y a Ricardo, además le dan ataques epilépticos y ya tuvo un preinfarto.
Usa pañal y medicamento para las convulsiones.
“No puedo dejarlos solos”, me cuenta doña Ricarda.
Ricarda no tiene Seguro Social y cada que Lupita, Ricardo o cualquiera de los niños se le enferma, los lleva a alguna farmacia de las similares.
Ayer en la tarde a Ricardo le dieron las convulsiones.
Ricarda llamó a la Cruz Roja, pero los paramédicos no se lo quisieron llevar y ella no sabía qué hacer, hasta que le pasaron.
Ricarda está a punto de salir a entregar sus tortillas y me pide que le deje el número de mi móvil, por cualquier cosa…
Se lo dejo...
Y salgo fascinado, embelesado, de la casa de Ricarda respirando el olor a tortillas de harina.