Dos cosas de todos los días

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Dos cosas de todos los días

Lo que en seguida voy a contar es como la vida: cursi.

Ella tenía 20 años cuando lo conoció. Se enamoró de él, naturalmente, porque él era él y porque ella tenía 20 años. Se hicieron novios. Cuando en la iglesia la muchacha oía al cura hablar del Cielo, o del paraíso terrenal, entendía muy bien de qué se estaba hablando, porque ella estaba en el Cielo y en el paraíso terrenal.

Pasó un año. Pasaron dos y tres. Se casarían cuando él terminara su carrera. Pero la terminó y se fue al extranjero a hacer la maestría. Otros tres años pasaron. Las amigas de ella comenzaron a casarse, una primero, luego la otra. Ella era dama de todas, o madrina. Las veía radiantes, y se preguntaba cómo iría a verse ella cuando se casara.

No se casó jamás. Él regresó y fue a trabajar a otra ciudad. Al principio le hablaba por teléfono una vez a la semana. Luego una vez al mes. Después pasaron meses sin que supiera de él. La última vez que le habló fue para decirle que había conocido a una muchacha maravillosa, que se había enamorado de ella y que se iban a casar. Que lo perdonara, pero que en el corazón no se manda.

Tampoco ella manda en su corazón. Es explicable, por eso, que ahora lo sienta vacío. Ni siquiera lleno de odio o de rencor. Vacío. Igual que sus días, uno igual a otro, largo calendario de la soledad.

Se le quebró la vida para siempre. No se ha preocupado por recoger los pedazos. Y a veces, sólo a veces, cuando por las noches piensa en eso, no puede recordar cómo era el rostro de aquel que fue una vez para ella el Cielo, el paraíso terrenal.

Ana se llama. Era bonita cuando joven, y fue muy pretendida, pero ni siquiera volvió la vista al paso del amor: murió su madre siendo ella jovencita, y tuvo que cuidar a su papá, enfermo e impedido.

Se casaron sus dos hermanos, y se fueron. Ella siguió al lado de su padre. Cuando la visitaban sus sobrinos sentía ternuras maternales. Tejía, tejía siempre, y hacía adornos para la cuna de los recién nacidos.

La vida se fue yendo poco a poco. Murió su padre; la casa se le hizo enorme de repente, pero no la dejó: eso hubiera sido morir un poco ella también. Con mansa serenidad pasa ahora los días. Ninguna queja tiene. Recuerda mucho, y a veces, sin darse cuenta llora... Sólo a veces...

Tiene que haber un Cielo, ese Cielo que el padre Ripalda prometió a quienes hicieron todo bien y ningún mal. Tiene que haber un Cielo para Ana. De otro modo la bondad de Dios sería menor que la bondad de Ana.