Doña Mariquita

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Doña Mariquita

Muy pocos ya la recuerdan en mi ciudad, Saltillo. Vivía por calle de Bravo, en el antiguo barrio de San Juan Nepomuceno. Era una modesta pensión salida de la caja que fundaron las señoritas Zamora. Con eso, y lo que alguna buena gente le daba, y con los centavitos que ella misma ganaba con su oficio, Mariquita tenía para sí y aun para los demás.

¿Cuál era el oficio de doña Mariquita? Muy peregrino oficio era ese. Consistía en leerles el periódico a las muchachas de la vida galante asiladas en las accesorias de las calles de Terán, el barrio pecador de la ciudad. Todas las mañanas -no muy temprano, pues tarde se levantaba su clientela- Mariquita compraba en la plaza de San Francisco los dos periódicos saltilleros, “El Diario” y “El Heraldo”, y luego se dirigía a su centro de trabajo, que era, como ya dije, la zona de tolerancia. Cosa muy de ver era aquella amable viejecita, blanca y sonrosada, vestida siempre de negro, con su chal, señorita ella, de misa y comunión diaria, entrando en aquellos villanos callejones habitados por gente de muy mal ver y de más pior vivir.

-A la hora que voy no pasa nada -decía ella con beatífica sonrisa para justificar su cotidiano ingreso a esa arriscada selva de pecados.

Cuando llegaba Mariquita estaban las dichas noctívagas señoras recién levantadas y bañadas, tomando el sol en la banqueta, sentadas en sendas sillas a la puerta de los cuartuchos donde moraban y ejercían su antigua profesión. Ahí, en la vía pública, se secaban el pelo al aire, peinándolo con recios cepillos de ixtle o grandes peinetas de colores. Llegaba doña Mariquita y les leía la sección policíaca de los periódicos, pues esa sola página era la que a las daifas les interesaba. Querían saber las sabrosas noticias de las riñas entre sus compañeras; los delitos, pleitos y encarcelamientos de sus queridos; la relación de quienes andaba en fajina, que era barrer las calles por castigo; y de vez en cuando oír la relación de algún tremendo crimen, de alguna muerte desastrada. Doña Mariquita les leía aquella crónica de sangre a las muchachas, pues ellas no sabían leer, y a cambio de la lectura ellas le daban, como Ladrillo el del tango, algunas moneditas.

Terminado su diario recorrido lectoral Mariquita se iba al Santo Cristo, seguramente a darle gracias por otra cumplida jornada de trabajo, y al salir repartía entre los pobres que estaban en la puerta, y en la plaza, las monedas que había recibido de las señoras de la vida.

-Mariquita -la amonestaban con suavidad sus protectores-. No sea tan desprendida. Guarde usted ese dinerito; no lo reparta así.

-¿Y para qué lo guardo? -respondía ella con fe infinita en la Divina Providencia-.

-Pues aunque sea para que la entierren cuando se muera.

-¡Bah! Que me entierre el Municipio.

-¿Y si no la entierra, Mariquita?

-¿Que no? ¡Ah! ¡No más me suelto jediendo y a ver si no me entierran!