Don Lorencito, el de Ramos

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Don Lorencito, el de Ramos

Ingenio y fortaleza del cuerpo y el espíritu fueron virtudes de don Miguel Ramos Arizpe. En Ramos Arizpe quedaron para siempre esas virtudes. Las han tenido y tienen todavía los ramosarizpenses, habitantes igual del Baratillo que del antiguo barrio Guanajuato; o La Esmeralda; o del Pilote, campo bravo donde se entraba con una piedra en cada mano; o de La Loma, donde está el panteón, lo cual hacía que se dijera en Ramos que Fulano de Tal se había ido a La Loma, para no decir así tan de repente que se había muerto.

Evoco aquí la imagen de Don Lorencito, genial patrono de cantina que más ganaba con el vino que no vendía que con aquel que su clientela se tomaba, y que más provecho sacaba de las botellas rotas que de las enteras. Explicaré lo dicho. Tenía don Lorencito oculto en la trastienda un costal lleno de pedacería de vidrio; vidrio de vasos rotos y botellas quebradas. Cuando alguno de sus parroquianos empinaba el codo más de lo que aguantaba el resto de su cuerpo, y se quedaba dormido de bruces en la mesa, don Lorencito no le turbaba el sueño, antes bien lo dejaba dormir a su placer. Lo despertaba hasta el día siguiente, pero antes de despertarlo sacaba su costal de vidrios y los regaba por el suelo. Luego, con moderada generosidad, rociaba aquello con unos cuantos dedos del peor chínguere de su cantina, que por más malo penetraba más el ambiente con trasnochado olor hedentinoso de alcoholes derramados.

-¡Mira nomás lo que me hiciste anoche! -se quejaba don Lorencito, gemebundo, apenas el modorroso parroquiano volvía a abrir los ojos a la luz. Y con ademán de mártir lo hacía pasar la atónita mirada legañosa por aquellos que parecían restos de una noche de escándalo y vandálico exceso destructor.

Inútil era que el azorado cliente, reducido a su mínima expresión por espantable cruda y la contemplación de los despojos, dijera no recordar nada. Don Lorencito le recordaba todo –todo–, y le presentaba una cuenta descomunal de daños que hacía de aquel pobre cristiano un pagano más pobre todavía.

Siempre se salió con la suya el ingenioso cantinero. Sus simulaciones siempre le rindieron buenos frutos. Algunos ganan dinero vendiendo botellas; él lo ganaba quebrándolas. Ni la Vidriera Monterrey ha obtenido con su vidrio una ganancia tan grande, comparativamente hablando, como ganaba don Lorencito con el suyo. Dice un refrán muy mexicano: “Ruega a Dios por los pendejos, para que nunca se acaben”. Seguramente don Lorencito pedía mucho por ellos, pues no le faltaron nunca en su cantina, y siempre sacó de ellos buen provecho. Otros lucran a costa de su prójimo sin siquiera poner en ejercicio alguna sutil industria como la de don Lorencito, sino con latrocinios de política o de iniciativa privada. A esos nadie les llama ladrones, antes bien todos les rinden honores y consideraciones.

Por eso no juzgo mal a don Lorencito, y alabo su ingenio peregrino. Además el vicio ha de tener castigo: quizá don Lorencito era el medio de que se valía la Providencia para sacar a los borrachos de la perdición. Nuestro Señor, ya lo sabemos, escribe derecho en renglones torcidos. Por don Lorencito demos gracias. Hacía suyo un refrán muy mexicano: “Ruega a Dios por los pendejos, para que nunca se acaben”.