Discursos para la historia
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Discursos para la historia
El genial escritor y periodista Mark Twain dijo alguna vez: “suelen hacer falta tres semanas para preparar un discurso improvisado”. La mordacidad del estadounidense combina bien con lo dicho por el exprimer ministro inglés, Harold Wilson, sobre el mismo tema: “preparar un discurso de diez minutos me cuesta un par de semanas; un discurso de una hora, una semana, y un discurso de dos horas siempre puedo improvisarlo”.
El énfasis de Wilson sirve bien para señalar en la dirección a la cual pretendo hacerles voltear: reunir palabras para desgranarlas durante sólo cinco minutos es una ardua tarea. Lograr el propósito y, encima, hacerlo de forma memorable, obliga al reconocimiento.
Porque todos los días se pronuncian en el mundo cientos —acaso miles— de discursos, la mayoría de ellos para el olvido. Unos son agradeciblemente breves; otros resultan tormentosamente largos; aquellos desastrosamente desilachados; algunos absolutamente ininteligibles.
Por eso, cuando en el horizonte aparece una pieza bien escrita, cuidada, inteligente, redonda, el hecho no solamente obliga a voltear y poner atención, sino demanda su resguardo para el estudio posterior, pues el discurso puede convertirse en un punto de referencia de la historia colectiva.
Esto último, desde luego, ocurre sólo con el tiempo y no como producto del reconocimiento del momento. Y eso se explica, acaso, porque las palabras bien acomodadas adquieren mayor potencia en perspectiva, cuando se les lee o se les escucha —y se les aprecia— ya no por el contexto en el cual fueron pronunciadas, sino por su valor como producto de la inteligencia humana.
En el propósito de cuajar un discurso memorable, los políticos y los gobernantes siempre llevan la ventaja sobre el resto de los mortales. Dos razones, sobre todo, encuentro para ello: cuentan con recursos para contratar a los mejores redactores y siempre gozan de nuestra atención cuando hablan.
Debido a ello no es casual encontrarnos, en los “ratings” de los mejores discursos de la historia, piezas llevadas a la inmortalidad por alguien ubicado en el atril del poder.
Abraham Lincoln, Winston Churchill, John F. Kennedy, Salvador Allende, Jorge VI, Fidel Castro, Barack Obama, Nelson Mandela, Napoleón o Stalin suelen ser incluidos entre quienes han pronunciado piezas discursivas dignas de la inmortalidad.
En el terreno doméstico, algunos discursos de nuestros políticos y hombres en el poder han alcanzado la inmortalidad —para bien y para mal—: el de Lázaro Cárdenas al decretar la expropiación petrolera; el de Luis Donaldo Colosio en el monumento a la Revolución; el de Díaz Ordaz asumiendo “toda la responsabilidad” por los hechos de Tlatelolco, o el de López Portillo —pronunciado entre lágrimas— pidiendo perdón “a los desposeídos y marginados” desde la tribuna del Congreso de la Unión.
De tales piezas suelen perdurar, sobre todo, sus frases más logradas, aquellas capaces de vivir por sí solas fuera del conjunto en el cual fueron originalmente colocadas: el “yes, we can”, de Obama; el “I have a dream”, de Martin Luther King; el “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”, de Churchill; el “Yo veo un México con hambre y con sed de justicia”, de Colosio…
No pocas personas conocen esas frases, e incluso llegan a usarlas, sin haber escuchado nunca el discurso, gracias al cual fueron inmortalizadas. Y eso ocurre porque son capaces de sostenerse por sí mismas.
Todo este prolegómeno es para enfatizar la grata sorpresa causada en este opinador por el presidente Peña Nieto al pronunciar el discurso con el cual dio respuesta a la orden ejecutiva firmada por Donald Trump para autorizar el uso de tropas estadounidenses en labores de vigilancia y protección de la frontera con México.
La buena factura del discurso sorprende más, porque quienes apoyaron al Presidente en su preparación tuvieron sólo unas pocas horas para concebirlo, ponerlo en blanco y negro, pulirlo y cargarlo en el teleprompter para ser leído.
“Presidente Trump… Si sus recientes declaraciones derivan de una frustración por asuntos de política interna, de sus leyes o de su Congreso, diríjase a ellos, no a los mexicanos. No vamos a permitir que la retórica negativa defina nuestras acciones.
“Sólo actuaremos en el mejor interés de los mexicanos…
“Evocando las palabras de un gran Presidente de los Estados Unidos de América: no tendremos miedo a negociar. Pero nunca vamos a negociar con miedo”.
Las anteriores son, a mi juicio, las mejores frases de un discurso bien armado y cuya efectividad está fuera de toda discusión: de un lado, y sin fisuras, los cuatro candidatos presidenciales suscribieron lo dicho por el Presidente; del otro, al menos hasta el momento de concluir la r-edacción de estas líneas, Trump seguía sin responder.
No se me malinterprete: no estoy augurando el paso a la inmortalidad del presidente Peña Nieto a partir de este discurso. Eso él ya lo ha logrado sobradamente y, para su desgracia, de manera infausta. Sólo digo: guarden ese tuit en el cual viene pegado el discurso, porque merece perdurar.
¡Feliz fin de semana!
@sibaja3
carredondo@vanguardia.com.mx