Diarios de vejez

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Diarios de vejez

Abandonado del dios,

el vino aún le susurra

las palabras misteriosas,

pero él ya no las escucha.

 

El impuesto por vivir

es elevado: deambula

por calles abandonadas

aun de la mala fortuna.

 

Cómo lo hacen tropezar

los bultos en la penumbra;

aprontará por morir

todavía más alta multa.

 

Las borracheras en seco

son una cámara acústica

llena de voces de antaño,

en las que el oído aguza.

 

Rostros blandos, cadavéricos

asoman desde esa bruma,

cuerpos hechos como hongos

con materia de la luna.

 

La noche es un tribunal,

cuántos recuerdos lo acusan

como testigos pagados

que no hubiese visto nunca.

 

Siente que vivió de más,

según el juicio columbra,

pero a medias: cada etapa

a la larga quedó trunca.

 

Al azar urdió su historia

como una trama confusa,

escritor incompetente

tras la libérrima pluma.

 

Está en manos del azar

la gente de baja cuna;

de los grandes el destino

directamente se ocupa.

 

Penosamente una anónima

existencia se consuma,

en su memoria culpable

a la que una brizna abruma.

 

Tuvo azar y no destino,

pero siente que una suma

de crímenes en sus sienes

gravemente se acumulan.

 

El ventalle de esos años,

cuando la prosa era música

sopla como una revancha

sobre el cúmulo de culpas.

 

La responsabilidad

moral de una vida insulsa,

no es una piedra en el cuello

sino una mosca que punza.

 

Delirio de perfección

que en todo pone repulsa,

manía de puntualidad

que condena lo que anuncia.

 

Aunque el individuo apenas

existe, cuánto acumula

de escoria, cascajo, escombro

para su alma insepulta.

 

Susurro de la conciencia,

los parlamentos que apunta

repite al pie de la letra

en el teatro de la culpa.

 

(17/mayo/18)