Día del Niño… ¿festejamos?

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Día del Niño… ¿festejamos?

A menos que el rey chiquito del Palacio Grande que nos desgobierna disponga otra cosa, mañana celebraremos el tradicional Día del Niño.

Y creo yo, con toda honestidad que, como sociedad, nos debemos una calurosa felicitación, un pastelillo quizás, un regalo -por qué no- y de ser posible y si no estuviésemos en pandemia, tomarnos el día libre.

Ya sabe: Levantarnos tarde, desayunarnos un licuado de fresa o plátano en rigurosos calzones; vestirnos luego con la ropa más cómoda que tengamos -sin bañarnos, obvio- jugar con nuestra mascota, salirnos un rato con los de la cuadra para un partido de beis o de tochito (ya no vamos a durar ni 15 minutos, como sea) y luego regalarnos la tarde en Reino Aventura, Six Flags, la Segunda Sección del Bosque de Chapultepec o cualquier feria de barriada, es lo de menos. O ya de perdido, una tarde de cine con hot-dogs, palomitas, refresco grande y el nuevo churro de los Avengers, los Transformers o la Era del Hielo 17.

Todo lo anterior y más me parece poco para apapachar como se merece a la infantilizada sociedad en que nos hemos convertido.

No es tampoco como que en algún momento de nuestro devenir hayamos alcanzado un grado pleno de madurez. Pero la pasada década nos dedicamos de plano a decrecer, a involucionar y a olvidar mucho de lo que ya habíamos aprendido en materia de civismo y participación ciudadana, y mucho me temo informarle ahora que hoy día estamos, como sociedad, de regreso en el más elemental parvulario.

No es algo que nos hayamos propuesto, desde luego; es algo que sucede en consecuencia de nuestros hábitos perniciosos con los que ya veníamos lidiando, pero que el internet y las redes sociales potenciaron.

¿De qué malos hábitos hablo? Bueno, me refiero a la muy dispersa, pobre y superficial atención que prestamos a fenómenos y problemáticas muy complejas que nos afectan directamente; a una breve memoria colectiva y a  nuestra tendencia a trivializarlo todo.

La revolución informática y el intercambio diario en redes sociales, lejos de elevar la calidad del debate público o de contribuir a la maduración de la conciencia pública, redujo el análisis a su mínima unidad expresiva: El meme.

Pero espere, todavía hay más: Los comunicadores profesionales se enfrentaron casi de un día para otro con una desleal competencia, la de los divulgadores e informadores de la generación de YouTube.

Dichos youtubers sostienen entre sí además una encarnizada pelea por audiencia: suscriptores, “views” o “vistas”, “likes” y, aunque recientemente se ha comenzado a reglamentar un poco, originalmente era un territorio sin ley en el que se valía de todo con tal de cautivar y retener a los internautas.

Y si bien, podemos desde esta plataforma tratar de abordar los temas más densos y complejos de nuestra realidad, en toda la rica profundidad y seriedad que ameritan, ya le deseo suerte con la audiencia.

Lo cierto es que para tratar de masificar un mensaje en la era digital, se tiene que sacrificar mucho de la profundidad en aras del alcance y mucho de su seriedad en favor de la retención. Hay que hacerlo breve para que lo vean completo, ligero para que todos lo entiendan y en clave de humor para mantener su atención”.

Desgraciadamente, hoy en día, si no nos explican algo entre chistes, giros lingüísticos coloquiales, simpáticos gráficos animados y referencias a la cultura pop; y si además el anfitrión no nos resulta lo suficientemente carismático, lo más seguro es que terminemos desdeñando el contenido -por muy valioso que sea- porque nos parecerá aburrido.

Nuestra atención requiere que nos cautiven con cualquier colorido recurso audiovisual, salpicado de preferencia con notas humorísticas, como si fuésemos niños de kínder. Si nos detenemos a reflexionarlo un poco, es para estremecernos de lo distópico que resulta, pero así es.

Y es que, el verdadero conocimiento, el que agota un fenómeno en sus diferentes variables y perspectivas, el que puede ser puesto a prueba, el que de verdad ayuda a tomar decisiones, no es instantáneo, ni está pre digerido ni  está amenizado. En la vida, todo lo que vale la pena tiene un precio y así el saber, al que sólo se accede con fuentes serias y extensas lecturas o conferencias que nadie nos va a venir a aligerar con puntadas, chascarrillos, música o remates ingeniosos que parecen incontestables.

Por eso hemos optado por la versión pueril de la información, de la opinión y del saber, esa que está en pugna por nuestros clics. No olvide que estamos viviendo la etapa de la economía de la atención y las plataformas, los creadores de contenidos y el temible algoritmo harán lo que sea para que veamos el siguiente video.

Y sí, me confieso consumidor de esta industria, pero de otra forma no veo cómo conectar con el presente.

Empero, el precio que se paga por esto es alto: juicios ligeros, inmediatos, superficiales y maniqueos; una muy pobre capacidad de concentración y un grave desdén por adentrarnos en la complejidad de las cosas.

Se preguntará tal vez por qué tenemos candidatos que son como payasitos de piñata infantil. Pues sólo están adaptándose al tipo de receptores en que nos hemos convertido: párvulos inquietos, incapaces de más de cinco minutos de atención, rehuyendo en todo momento del fantasma del aburrimiento. Una sociedad, además de pueril, malcriada.