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Después de la muerte
En el siglo XX la muerte se definía como el cese de la actividad cardíaca (ausencia de pulso), y la ausencia de reflejos y de respiración.
No obstante, con base en esas evidencias muchas personas han sido inhumadas en estado de vida latente o afectadas por periodos de catalepsia.
Ya en el siglo XXI, gracias a los avances tecnológicos y al mejor conocimiento de la actividad cerebral, la muerte pasó a definirse como ‘la ausencia de actividad bioeléctrica, verificable con un electroencefalograma’.
Pero aún esa evidencia resultó insuficiente, al demostrarse que la ausencia de actividad bioeléctrica en casos muy excepcionales podría ser reversible, como en el caso de los ahogados y de las personas dadas por fallecidas en aguas al borde del punto de congelación.
Por lo tanto, un electroencefalograma, que es la prueba más utilizada para determinar la actividad eléctrica cerebral, puede no detectar algunas señales eléctricas cerebrales muy débiles o pueden aparecer en él señales producidas fuera del cerebro y ser interpretadas erróneamente como cerebrales.
Debido a esto, se han desarrollado otras pruebas más confiables y específicas para evaluar la vitalidad cerebral, como la tomografía por emisión de fotón único (SPECT cerebral), la panangiografía cerebral y el ultrasonido.
Sea como fuere, históricamente, los intentos por definir el momento preciso de la muerte han sido problemáticos. No obstante, ahora existen protocolos clínicos que permiten establecer con certeza ‘el momento en que se ha cumplido al menos una condición suficiente y necesaria para la irreversibilidad del proceso que lleva a la muerte’. En otras palabras, ahora existe más probabilidad de determinar con exactitud el momento en el que se produce la irreversibilidad del proceso que impide el regreso a la vida.
El mecanismo forense
La muerte no es un hecho puntual; Y, en efecto, como se acaba de leer, no es fácil hacer una sola y precisa definición de muerte.
De hecho, no es lo mismo estar ‘legalmente muerto’ para ser enterrado en un camposanto, que ser certificado como ‘muerto’ para que los órganos del ‘occiso’ puedan ser trasplantados a otro ser humano que los necesite.
Pero de lo que vamos a tratar de aquí en adelante es del proceso biológico al que llamamos muerte y lo que ocurre tras él.
Si dejamos de respirar, cesa el funcionamiento de nuestros órganos, la sangre no fluye y, en consecuencia, se detiene la actividad cerebral. En otras palabras, cuando todo eso ocurre nos hemos muerto y no hay vuelta atrás.
Vamos a suponer que me he despeñado por un barranco y estoy muerta en un descampado. Nadie sabe lo que me ha ocurrido y ahí queda mi cuerpo. Pero en mi cuerpo, que ya está muerto, no estoy solo yo. Sigue habiendo millones de microorganismos sin los cuales no habría podido sobrevivir.
Entre ellos están, precisamente los que me ayudaban a digerir lo que comía, que vivían en mi estómago, o los que habitaban en mi piel. Y esos microorganismos no se han muerto. Ellos siguen activos, siguen digiriendo y reproduciéndose.
El destino de los gases
Mientras yo respiraba, antes de morirme, tomaba oxígeno para mis bacterias, para que ellas metabolizaran lo que yo comía y me ayudaran a asimilar los nutrientes. Ahora que estoy muerta ya no respiro pero dado que mis bacterias siguen vivas están todavía metabolizando y liberando gases.
Antes de estar muerta, esos gases que producían mis bacterias los expulsaba yo al respirar pero ahora esos gases se van acumulando dentro de mi cuerpo muerto.
Esta es la primera fase de la muerte: mi cuerpo se deforma por la acumulación de gases producidos por las bacterias, se hincha y se vuelve irreconocible.
En el momento en el que he dejado de respirar también he dejado de sudar, ya no huelo a mí misma sino a las bacterias que están en mi piel y que liberan un olor al que algunos le llaman ‘el dulce olor de la muerte’.
Inmediatamente después de morirme, las primeras moscas perciben el olor a descomposición. No son las moscas comunes ni corrientes. Estas son las moscas carroñeras. Son moscas brillantes, se llaman ‘moscardas de la carne’, tienen un color azul o verde metálico y son más gordas que las que vemos habitualmente en casa.
Entran por los orificios
Esas moscas suelen llegar en minutos hasta los cadáveres y ponen sus huevos en ellos, generalmente en los orificios y cavidades porque si los ponen en la superficie se pueden secar. La mosca no es tonta. De esos huevos nacen larvas, que parecen gusanos pero no lo son, son larvas de mosca. De ahí viene el término cadáver, que significa ‘convertir la carne en gusanos’, carne data vermes.
Las larvas empiezan a comer el cadáver. Se comen todo el tejido blando y lo hacen tan vorazmente que literalmente pueden dejar un cuerpo en los huesos en pocos días.
Si hace calor y hay buenas condiciones ambientales para las larvas, en una o dos semanas habrán dejado el cadáver limpio. Esas larvas blanditas son muy apreciadas por ciertos insectos depredadores, algunos se alimentan exclusivamente de ellas. Así que, cuando las larvas han nacido ya los depredadores andan por ahí; en pocos días veremos, por ejemplo, escarabajos comiendo larvas de mosca. Mientras tanto, las larvas de mosca están comiendo a toda velocidad para crecer lo más rápidamente posible y marcharse de ahí para no ser devoradas. Por eso el ciclo es muy rápido y muy corto, en una o dos semanas han podido cerrar el ciclo y marcharse.
Todos quieren comer
El cadáver ahora se ha desinflado porque las larvas se lo están comiendo. Estamos ya en una fase de descomposición activa: hay larvas comiéndose el cadáver y escarabajos comiendo larvas. Pero no solo larvas de mosca y escarabajos. Con los escarabajos también llegan ácaros y esos ácaros empiezan a comer los huevos de las moscas. Y ahí empieza a haber cierto lío entre los que se alimentan del cadáver y los que se alimentan de los que se alimentan del cadáver.
Hemos hablado de moscas, de ácaros y de escarabajos... Pero hay más. Hay avispas que no son las normales que conocemos en el campo. Estas avispas ponen sus huevos dentro de las larvas o encima de las larvas, depende de las especies. Y la larva de la avispa se alimenta de la larva de la mosca.
Lo que tenemos ya en mi cuerpo despeñado por un barranco y muerto es un auténtico ecosistema. Y un ecosistema cadavérico funciona de manera totalmente independiente al lugar donde haya ocurrido el fallecimiento. Da igual que me haya muerto en el barranco, en un bosque, en un prado o en mi casa, si las condiciones son óptimas, se produce toda esa sucesión de fases ecológicas.
Las cosas ocurren de esta manera cuando las condiciones son óptimas para los insectos. Si me muero en casa con las ventanas cerradas es posible que ninguno de ellos pueda entrar a colonizarme y que me quede ahí o bien en estado de putrefacción porque las bacterias han seguido proliferando o, si hace calor y no hay humedad, entonces me momifique.
La momificación
Eso también sucede en las tumbas. Para evitar que pase todo esto, es decir, que vengan los insectos y me coman, los seres humanos históricamente han deshidratado los tejidos, es decir, han momificado los cadáveres. En nuestra cultura se han enterrado, en otras culturas se queman, y lo que hay detrás de todos esos ritos es siempre evitar que los insectos que comen cadáveres devoren a nuestros seres queridos.
Los necrófagos (comedores de cadáveres) son los grandes limpiadores del entorno. Además, todos los restos metabólicos de su alimentación junto con los fluidos en descomposición acaban en el suelo así que, también son los responsables de aportar los nutrientes para que las plantas crezcan.
Pero también hay colonizadores de cadáveres momificados. Son los últimos en llegar al cuerpo muerto, se trata de polillas y escarabajos que se alimentan de restos secos. Cuando todos los anteriores solo han dejado restos esqueléticos es cuando llegan los que comen restos secos. Al final lo que consiguen es dejar el entorno totalmente limpio de cadáveres.
Esa es la gran importancia de las especies necrófagas, que es como se llaman, sin ellas las bacterias proliferan, se producen las infecciones y los problemas ambientales. Los necrófagos son los grandes limpiadores del entorno. Además, todos los restos metabólicos de su alimentación junto con mis fluidos en descomposición acaban en el suelo donde sirven de alimento a las plantas. De manera que también son los responsables de aportar los nutrientes para que las plantas crezcan.
Y así se cierra el ciclo de la vida. Eso es un ecosistema en equilibrio.
(La autora, Marta Inés Saloña Borda, es entomóloga forense y profesora titular en la Universidad del País Vasco UPV/EHU)