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Despertar Monterrosano
Cuando despertó, descubrió que había ganado el avión presidencial. ¿Puede haber un despertar más glorioso? ¿Puede un objeto simbolizar un anhelo? Llevar vida de presidente, hacer gala de voluntad, pisar donde pocos llegan, posición y dominio, influencia y poder. Todo representado en un avionzote blanco que muy pronto estaría a su disposición.
Igual a todos, en autopercepción, se consideraba un hombre decente. ¿Qué puede hacer un hombre decente con un avión presidencial? Las posibilidades le parecieron infinitas.
Pero las dificultades empezaron antes de reclamar el premio. Junto a la responsabilidad ganada con ese avión venían tantas más, imposibles de enumerar en un cuentito como este, que no supo ni por donde comenzar. Lo primero que hizo, en un arranque por romper con el pasado sin vislumbrar el futuro, y aún antes de recibir el premio, fue destrozar la casa donde lo pudo guardar. Fue el principio de una pesadilla de autodestrucción.
Una vez que tuvo dominio sobre el avión, su ánimo empezó a dar bandazos desde un humor casi infantil, capaz de cautivar a muchos, hasta un cierto tipo de rabia que afloró resentimientos cuando alguien lo contradijo. Su comportamiento dio razón a los refranes y proverbios referentes al éxito y el poder que este conlleva. Rápido se alejaron de él amigos y compañeros, familiares y leales trabajadores. -Cobardes, envidiosos y rastreros-, decía de quienes se apartaron. Por supuesto, arribistas se acercaron buscando ser salpicados, pero fueron despedidos con la feroz concepción de las cajas destempladas, se apartaron cabizbajos y no exentos de rencor. Antes, mucho antes de lo anticipado aún por sus malquerientes, la soledad lo alcanzó con el avionzote blanco estacionado.
Sin saberlo conducir, sin pilotos de confianza, sin tener a donde ir ni con nadie convivir, decidió poner a la venta el avión sin haberlo disfrutado. No hubo cliente para tan ostentoso capricho. Intentó luego rentarlo: se lo tomaron a broma. Parqueado lejos de casa, sin cobertizo adecuado y a la intemperie, frente a poderes más irascibles y duros que elementos como el agua y el aire, el fuego y el barro, y ante ese puntual verdugo cuyo nombre es el de tiempo, fue que el avión dejó de ser un atractivo activo y se convirtió en pesado lastre.
El tiempo avanzó, inexorable, y había que deshacerse de ese cáncer que le carcomía la existencia. No se le ocurrió nada mejor que rifarlo: un fracaso más a la sucesión de desafortunados eventos. A pesar de haber pobreza, hubo forma de darle un par de laqueadas blancas porque empezó a deslucir, se convirtió en un avión con varias capas de blanco. Pero nadie lo quería, quizás por su pálido color, siempre referenciado al elefante de Siam. El avión parecía embrujado, se había convertido en una maldición y terminó por aceptarlo así ante todo el mundo. Total, después de muchos intentos, ofrecimientos y guasas, no salió ni regalado; se le pudrió entre sus manos como al avaro mercante se le echa a perder la fruta que en su momento valió.
Al final, el avión ganado solo le sirvió para llegar volando a donde alguna vez prometió que se iría cuando las cosas fallaran: a su rancho. Llegó y se acostó temprano, y quiso soñar con mejores futuros y nuevos comienzos, con un pueblo bueno y cheques al portador, con una nueva oportunidad para dejar de lado al maldito y blanco avión; pero nunca volvió a soñar bonito, porque la vida da solo una oportunidad de ganar un avión presidencial, para saber negociarlo por penurias o bondades. Tuvo algunas pesadillas cuando se durmió en su rancho aquella primera noche.
Y se llegó el día siguiente. Y cuando despertó, el avión todavía estaba ahí.
Y se llegó la semana siguiente. Y cuando despertó, el avión todavía estaba ahí.
Y se llegó el mes siguiente. Y cuando despertó, el avión todavía estaba ahí.
Y se llegó el año siguiente. Y cuando despertó, el avión todavía estaba ahí.
Y se llegó el régimen siguiente. Y cuando despertó, el avión todavía estaba ahí.
Y muchos años después, en la ancianidad forzada, sin poderes ni riquezas, malogrado y olvidado, abrió un nuevo libro de historia que en su mochila cargaba como una pesada ancla el más joven de sus nietos, y, el avión, estaba ahí.